Cuando hay ya 17 muertes y miles de afectados por el dengue en Santa Cruz, sólo queda agradecer haber pasado a la historia sin haberlo cogido. Claro, visto desde la perspectiva del súpernegativo que sólo ve la botella medio llena. Yo paso por la vida pensando que nada de eso me sucederá, al menos, no a mí. Es decir, nunca cogeré el dengue, la gripe A (al final, la cogí a mi pesar), la fiebre amarilla, la malaria o el mal de chagas, todas enfermedades altamente probables en tratándose (no sé si existirá este tipo de redacción pero me encanta) de un viaje a mi amada ciudad. Tampoco patinará el avión, ni se incendiará, ni se perderá en el Atlántico. No llevo pata de conejo, porque la pata de conejo siempre soy yo. Es decir, mi suerte contagia y el que vaya conmigo, va con seguro de vida.
Y es que ayer aterricé en mi otra casa, Madrid, procedente de un viaje relámpago a Bolivia. Tan relámpago fue que no vi a casi nadie de los amigos que suelo frecuentar cuando voy con más tiempo, que suelen ser siete estupendas semanas que dan para ver y conversar con cada uno/a de ellos/as. Por lo tanto, antes de todo y nada, pido disculpas por este desliz debido a la necesidad del viaje: motivos de salud. Mi madre se había roto el tobillo y andaba a la pata coja, por lo cual, fui a darle una mano y nunca mejor dicho. Estuve durante los 17 días mimándola, cuidándola, ayudándola en sus gestiones y en sus trabajos manuales y, sobre todo, hablando sin cesar. Nadie me quita lo bailado. Aproveché también para pasar mi cumpleaños allí en una cena súper familiar y divertida en el restaurante de mi amigo Javier.
También fue una ocasión para reencontrarme con mi hermana cuasi gemela, Madrelente (lo del nombre proviene de una historia súper chistosa que algún día contaré con detalle). Con ella volvimos a ser las de siempre: las dos tías que tienen un hilo de comunicación increíble, acunado a ritmos de chequerere. Nos la pasamos bomba, también.
Y fue una ocasión para volver a pisar las calles de esa ciudad amada, para descubrir sus reductos orgánicos, ese prisma de mil caras que permite su movimiento, su gente y sus acomodos al nuevo siglo. Descubrir que si el año pasado salí huyendo del humo, este año promete ser más y con aires de suicida impenitente.
Tuvimos dos horas de retraso con el añadido imperdonable de haberlo pasado dentro del avión y no en el aeropuerto, que fue el sitio elegido por los listos del grupo (nunca faltan), que pudieron disfrutar de los dos goles del Barça. Un avión repleto de los currantes bolivianos que vuelven a su esclavitud, muchos con el pasaporte europeo ya, los otros, con los valiosos carnets de residencia. Caras tristes y con poco empute. Así es la gente sencilla, de la cual se aprovechan los Rocas para darles una cena de mierda, después de pagar mil euros. Parecía que nos estaban regalando el viaje. La azafata, una sensata mujer de mediana edad, decía que nunca había visto mejor pasaje, que si hubieran sido españoles les hubieran tirado la comida a la cara y habrían presentado mil quejas. ¡Una vergüenza Aerosur! Lo más lacerante fue la humillante revisión a las que fueron sometidas algunas mujeres. Que no yo, porque saben con quién se meten, obvio. Los de narcóticos, que parecen los reyes del mambo, se pasaron los tres pueblos de rigor y nos reventaron las maletas una a una. Creo que después de tantos viajes he comprendido que la clave está en dejar en tu equipaje las cosas mejos valiosas, las más, llevarlas en la mano; no poner candaditos ni darle vuelta a las cerraduras porque se ingeniarán en abrirlos, gastarse los 14 dólares envolviéndolas en plástico y recomendarse a la virgen de preferencia.
Y para llegar a casa sin contratiempos, tomar la ruta contraria a la aconsejada por el taxista de turno del aeropuerto de Barajas, será la mitad más barata y llegarás más rápido, os lo aseguro (no lo hice y pagué como palurda).
Ya estoy en casita, disfrutando de la memoria de este maravilloso paréntesis... Si deus quizer, eu voltarei prontinho... como dirían los brasileros, pero como no creo en dios me atengo sólo a mi suerte que nunca me falla... Ahí nos veremos, amigos.
Y es que ayer aterricé en mi otra casa, Madrid, procedente de un viaje relámpago a Bolivia. Tan relámpago fue que no vi a casi nadie de los amigos que suelo frecuentar cuando voy con más tiempo, que suelen ser siete estupendas semanas que dan para ver y conversar con cada uno/a de ellos/as. Por lo tanto, antes de todo y nada, pido disculpas por este desliz debido a la necesidad del viaje: motivos de salud. Mi madre se había roto el tobillo y andaba a la pata coja, por lo cual, fui a darle una mano y nunca mejor dicho. Estuve durante los 17 días mimándola, cuidándola, ayudándola en sus gestiones y en sus trabajos manuales y, sobre todo, hablando sin cesar. Nadie me quita lo bailado. Aproveché también para pasar mi cumpleaños allí en una cena súper familiar y divertida en el restaurante de mi amigo Javier.
También fue una ocasión para reencontrarme con mi hermana cuasi gemela, Madrelente (lo del nombre proviene de una historia súper chistosa que algún día contaré con detalle). Con ella volvimos a ser las de siempre: las dos tías que tienen un hilo de comunicación increíble, acunado a ritmos de chequerere. Nos la pasamos bomba, también.
Y fue una ocasión para volver a pisar las calles de esa ciudad amada, para descubrir sus reductos orgánicos, ese prisma de mil caras que permite su movimiento, su gente y sus acomodos al nuevo siglo. Descubrir que si el año pasado salí huyendo del humo, este año promete ser más y con aires de suicida impenitente.
Tuvimos dos horas de retraso con el añadido imperdonable de haberlo pasado dentro del avión y no en el aeropuerto, que fue el sitio elegido por los listos del grupo (nunca faltan), que pudieron disfrutar de los dos goles del Barça. Un avión repleto de los currantes bolivianos que vuelven a su esclavitud, muchos con el pasaporte europeo ya, los otros, con los valiosos carnets de residencia. Caras tristes y con poco empute. Así es la gente sencilla, de la cual se aprovechan los Rocas para darles una cena de mierda, después de pagar mil euros. Parecía que nos estaban regalando el viaje. La azafata, una sensata mujer de mediana edad, decía que nunca había visto mejor pasaje, que si hubieran sido españoles les hubieran tirado la comida a la cara y habrían presentado mil quejas. ¡Una vergüenza Aerosur! Lo más lacerante fue la humillante revisión a las que fueron sometidas algunas mujeres. Que no yo, porque saben con quién se meten, obvio. Los de narcóticos, que parecen los reyes del mambo, se pasaron los tres pueblos de rigor y nos reventaron las maletas una a una. Creo que después de tantos viajes he comprendido que la clave está en dejar en tu equipaje las cosas mejos valiosas, las más, llevarlas en la mano; no poner candaditos ni darle vuelta a las cerraduras porque se ingeniarán en abrirlos, gastarse los 14 dólares envolviéndolas en plástico y recomendarse a la virgen de preferencia.
Y para llegar a casa sin contratiempos, tomar la ruta contraria a la aconsejada por el taxista de turno del aeropuerto de Barajas, será la mitad más barata y llegarás más rápido, os lo aseguro (no lo hice y pagué como palurda).
Ya estoy en casita, disfrutando de la memoria de este maravilloso paréntesis... Si deus quizer, eu voltarei prontinho... como dirían los brasileros, pero como no creo en dios me atengo sólo a mi suerte que nunca me falla... Ahí nos veremos, amigos.
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