Confieso
que me vi en un brete cuando me preguntaron la diferencia entre honestidad y
honradez. Pensaba que eran sinónimas, y tal vez en algún diccionario lo sean,
pero resulta que hilando fino tienen diferencias. La honradez sería la cualidad
con la cual se designa a aquella persona que se muestra, tanto en su obrar como
en su manera de pensar, como justa, recta e íntegra. Bonito ¿no? Sin embargo,
la honestidad es una cualidad humana que consiste en actuar de acuerdo a
cómo se piensa y se siente. En su sentido más evidente, la honestidad puede
entenderse como el simple respeto a la verdad en relación con el mundo, los
hechos y las personas; en otros sentidos, la honestidad también implica la
relación entre el sujeto y los demás, y del sujeto consigo mismo. Y en esto, la
honestidad vendría a ser prima hermana de la lealtad. Es decir, lo que las
uniría es que ninguna tiene un valor moral. Me explico: si eres parte de un
grupo mafioso, la lealtad es una premisa, y ello no implica que estés haciendo
el bien. La honestidad iría por esos rumbos. Si te disgusta relacionarte con
gente de una cultura diferente a la tuya y eres honesto, te encargarías de
hacérselo saber, cual fuera la consecuencia. Lo cual quiere decir que los
simpáticos, los políticamente correctos, los triunfadores y los que se codean
con los poderosos pueden ser de todo, menos honestos. La honestidad, por lo
tanto, no sería un valor moral a tomar en cuenta.
Es
curioso que en el inglés la “hache” suena siempre como jota, sin embargo, en la
palabra honesto, no suena, es algo así como onest,
no jonest como podría pensarse. ¿A
qué viene esto? A que siempre he prentendido ser honesta conmigo misma y a
actuar de acuerdo a un mínimo de principios morales que he ido recolectando a
lo largo de mi vida y cuando caigo en la tentación de no hacerlo, me tomo un
minuto y me digo: Be honest, honey.
Ya sé que la miel se prouncia joniii,
pero me resulta más musical cuando digo joney. De modo que la cantinela sería: Be honest, honey
Hace
unos años, aprendí que mi falta de honestidad tendría consecuencias en la
educación de mis hijas. Veréis, tenemos un tío que es cura y el pobre hombre
nos ofrecía lo mejor que podía darnos para conjurar la tristeza por nuestros
padres muertos: una misa en el día de los difuntos, a la cual asistía toda la
familia, es decir, nosotros cuatro, en una capillita sita en su residencia de
ancianos sacerdotes. Una misa sólo para nosotros. Muy incómodo. Para sortear el
malestar que puede significar una liturgia con la cual no estás de acuerdo, yo
me hacía eco de todo el ritual y hasta cantaba. Pero no era más que el viejo
recuerdo de infancia: cuando éramos pequeñas, con mis hermanas llegábamos
siempre media hora antes al colegio por lo que, para combatir el frío, nos
metíamos a la iglesia y nos tocaba siempre la misa de las siete y media, todos
los días, cinco días de la semana. Así conseguí memorizar hasta las partes en
latín y, lo que más me gustaba, las canciones que se cantan durante la comunión:
♪♫“Perdona a tu pueblo señor, perdona a
tu pueblo, perdónalo señor…”♪♫ Uno
de esos días de rituales de difuntos, hice un comentario estilo: ya estoy un
poco harta de hacer el primo yendo a misa. Mi hija pequeña, que apenas contaba
6 años me miró, se detuvo en medio de la calle, puso sus bracitos en jarras y
me dijo: “Mamá, ¿por qué vamos a misa si
somos ateos?” ¡Date! Me quedé
patitiesa: estaba dando un mensaje inadecuado a mis hijas, es decir, estaba
siendo de todo menos honesta y había tenido que venir una cría que no levantaba
un palmo a hacérmelo notar. En realidad, estaba siendo hipócrita: por no
lastimar los sentimientos de una persona mayor, estaba siendo hipócrita. Porque
en eso consiste la buena educación, en no ser honestos y tragar sapos como el
que más. Pero eso está bien cuando sólo eres tú el afectado, no cuando influyes
con tus decisiones en los demás. Be
honest, honey, me dije y fue la última misa a la que asistí en mi vida,
aunque pecara de maleducada, que como no es un pecado capital, no pasa nada.
Probablemente,
el momento más deshonesto de la vida de una persona sea cuando tienes que
disimular cómo te sientes. Si te preguntan ¿cómo estás? Incluso si es el
médico, siempre tiendes a decir: ¡Bien! Aunque por dentro estés pensando que tu
vida es el mayor despropósito, que no tienes futuro y que el mejor día es hoy porque
mañana habrán más deserciones, más abandonos de la gente que amas. Porque, es
cierto, si nos llegaran a decir que vivir es sinónimo de un partir consecuente
y continuado, estoy segura de que muy pocos se animaban a nacer. Y las
ausencias son el momento más hipócrita de todos los seres humanos, porque si
hiciéramos caso de eso de “Be honest,
honey”, todos andaríamos demostrando nuestro dolor a cada paso. Porque el
dolor es un agujerito que se te instala en el pecho y que si no atajas va
creciendo. Empieza siendo una brecha por la cual apenas podrías ver, pero si
eres honesto, éste se va ensanchando hasta que, si te agachas y miras a través,
puedes ver el lado de atrás. Imaginen la cara de la gente al descubrir que
tienes un boquete en el pecho. Esto tendría un doble inconveniente: tus amigos
ya no te mirarían a la cara, ocupados en ver lo que hay detrás de ti, a través
de ti. Y el otro sería que, al haber más superficie expuesta, tendrías más
frío. Y hay uno tercero que es el más grave: las otras personas, que también
poseen su propio boquete y que lo protegen a toda costa, por temor a que el
tuyo sea contagioso, pueden alejarse de ti. A quien le ha pasado alguna vez, le
recomendaría rellenar el agujero. Yo he probado a hacerlo, empezando con parte de
mi biblioteca: allí, acomodé primero los dos tomos de las obras completas de
Borges, sobre todo porque en el Aleph, Borges pone en relevancia que cuando una
persona se marcha, el universo continúa como si nada hubiera pasado, más
concretamente lo dice así: “La candente
mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía
que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que
las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué
aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante
y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una
serie infinita”. Por lo tanto, merecía ocupar un espacio importante.
Sucesivamente, fui llenando este orificio con los clásicos de siempre, los
clásicos contemporáneos y aquellos caprichuelos que siempre hay en cualquier
biblioteca y que hablan de la muerte como algo aceptable. Pero, como todavía
quedaba mucho espacio, aposenté a toda la gente querida con la cual cuento no
sólo durante la comedia que es mi vida, sino también durante el drama y la
tragedia: senté primero a mi madre y para que no estuviera tan solita, puse a
su lado a su hermana para que le diera
charla. Vestí a mis propias hermanas de fiesta y las senté al otro lado,
discutiendo sobre la música que pondrían porque esto era un divertimento.
Instalé a mis amigos de infancia, del cole, de la universidad, unos pocos
colegas de trabajo y las amigas que están en las duras y en las maduras, pero
también coloqué a las frívolas, porque en momentos en los que impera la
gravedad, siempre tienen un chiste apropiado que rebaja el tono espeso de las
ceremonias hasta licuarlo. Como todavía quedaba hueco, lo rellené con mis contactos
de facebook, que a veces concidían con mis amigos y por último, coloqué a mis followers
de twitter. Y así no quedó ni siquiera un milímetro expuesto.
Creo
que cada una de las personas debería tener cinco principios básicos para
ser justa, que son algo así como la ropa negra en el armario de los
principios. O, mejor cuatro, porque el cinco es un número primo y los primos
son muy solitarios. Tener siempre en mente tres, porque sin trilogía no
existiría la filosofía, ni el teatro, ni el arte, ni la historia que respeta
siempre las tres leyes de la dialéctica. Aplicar en cada momento dos, entre los
cuales, siempre tiene que estar éste que hoy es mi consejo: be honest, honey!
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