Cuando era niña, como todos los chiquillos de mi edad, también quería ser astronauta. Salvo médica y abogada o matarife, creo que he soñado ser todas las profesiones y oficios. Sin embargo, lo que más me hubiera gustado era ser ingeniera constructora de puentes. Tanto me gustaban que, cuando salía al campo, solía buscar terrenos aptos para hacerlos y los construía con vías de tren, estaciones e incluso túneles. Metáforas vivas, los puentes.
Los edificios donde se sitúan los ministerios suelen guardar tesoros: muebles antiguos y objetos varios. Son como museos abiertos y dispersos, de tal manera que si alguna vez sientes el deseo de tocar uno de ellos (algo imposible en un museo donde, si pudieran, te cortan la mano si lo intentas), aquí están expuestos, libres y acariciables. Pero lo que he notado es que son invisibles. La gente pasa a su lado sin notarlos apenas, mucho menos tocarlos. Pasa con Jeremías, mi faro. Cuando comento de su existencia, nadie lo conoce. Por ello, hago visitas guiadas (por mí), a todos los amigos, amigas, parientes que quieran verlo, para que la gente no crea que exagero. La posibilidad de acceder a esta belleza al alcance de tu mano es coma cero, siempre tan distantes, tan ajenos, incluso para la mirada.
Por eso, hasta te puse nombre, Jeremías, porque lo que no se nombra, no existe. Un tesoro sólo mío.
Pero llegó el momento de partir. Fin de ciclo. Fundido a negro.
Extrañaré a las gentes, mi ventana con vistas al jardín y a la Castellana, estas madrugadas oscuras, este sol potente hasta llegar al metro. Pero indudablemente, lo que más extrañaré será verte y saber que unos pisos más abajo, como estrella de la madrugada, estás esperando que alguien te adore. Tal vez, me esperas a mí, tu firme admiradora.
Cosa rara esto de los enamoramientos y es que hasta un faro inalcanzable, invaluable, puede ser objeto de la más profunda atracción y luego, inesperada nostalgia. Farewell my friends, farewell my lighthouse´s lamp.
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