Volví al hospital porque se parecía al hombre engullido por la distancia y el tiempo, pero tatuado a fuego lento en el alma. Lo cierto es que nos pasamos buscando a las personas amadas en los lugares por los que transitamos como si de esa manera pudiéramos borrar todo lo que nos separa. A veces, encontramos una buena copia, un muñeco de museo de cera, casi idéntico. Los mismos rasgos, los ojos, las pestañas, la nariz, la boca, tal vez hasta la sonrisa. Otras veces, nos contentamos con un "aire", con algún detallito relevante que nos los acerque. La mayoría, sólo son malas fotocopias en blanco y negro. Un bosquejo. En el peor de los casos, apenas el identikit.
Pues a éste sólo le faltaba el ADN y alguna cicatriz para ser él. Como tal muñequito de cera, no tenía en absoluto nada de su contenido. Era guapo pero irrelevante. A veces lanzaba comentarios que te hacían pensar que era él pero lobotomizado. Cansaba. Y tanto, que la segunda vez que fuí a verle, hastiada, me puse a conversar con el señor de la cama de al lado y caí en el mejor de los hechizos.
El Hospital "Álvarez Cambras", sito en La Lisa de la ciudad de La Habana, está especializado en asuntos de esqueleto. Allí llegaban todos los huesos quebrados del continente. Todos aquellos a los que habían aconsejado un corte limpio venían con la esperanza de que el Dr. Álvarez Cambras les pusiera un aparatejo creado por él que servía para salvar piernas y brazos. Casi milagroso. Un Lourdes y Fátima reunidos en un sólo edificio.
De modo que cuando entrabas en una de sus gigantes habitaciones te encontrabas con gente de todas partes, con brazos y/o piernas en cabestrillos metálicos, en los cuales había unos pinchos que ingresaban en sus carnes perforándolas y poniendo los pelos de punta incluso al más frío. Era como un congreso de hombres de hojalata escapados de Oz.
Allí conocí a Roberto Ranalli (menciono su nombre real con la esperanza de encontrarlo algún día). Argentino. Unos cuantos (muchos) años mayor que yo. Para no cansarles: una de las personas más maravillosas que he conocido en mi vida que ya comienza a ser larga. Durante los meses siguientes aprendí a colarme en el hospital en horas en las que no había visitas, entraba por la cocina, por las puertas traseras, por la zona de la administración, por la puerta principal (las menos). Era como mi droga. Necesitaba hablar con él, compartir tantas cosas, cuentos de infancia, cuitas, historias de mis amigos, de mis hermanas, de mis padres. Él también me contaba las suyas: el terrible accidente gracias al cual nos habíamos conocido, su infancia llena de apreturas, su militancia en la izquierda en un país que hundía a los rebeldes en el mar, sus opiniones que me alimentaban y me hacían crecer en aquellos años de cerebro cemento fresco. Sólo hablábamos y hablábamos. Yo le contaba cosas del mundo exterior, de las películas de estreno, de la hermosísima "Sur" de Solanas. Sentía la felicidad que sentirían los antiguos juglares que contaban historias de los pueblos que visitaban, ante la atención concentrada de su audiencia. Éramos todo oidos y boca. Y sentimiento.
No éramos ni el padre, ni la hija. Ni el amante, ni la amada. Éramos sólo amigos. Llevando el sentido de la amistad a niveles jamás alcanzados. La comunicación en estado pleno.
No recuerdo bien cuánto tiempo duró la convergencia convexa, pero como todo, tuvo que tener fin. Gracias a Álvarez Cambras mi amigo podía caminar. Salió del hospital delgadísimo como un Quijote. Sé que es una imagen muy trillada pero es que esta vez estaba calcado. No estatua, no diseño de portada, no dibujín. Para mi suerte, era real. Aprovechando un pase de la película "Sur" en el cine Yara, fuímos a verla. Yo amaba esa película y me parecía que compartirla con él era una de las mejores cosas que me podía pasar.
Luego vino la despedida, sin intercambio de direcciones, la cosa en la Argentina no estaba tan clara y él no sabía qué iba a ser de su vida. Antes de subir al avión, me dio un beso en la frente y me dijo: envidio al depositario de tu amor. Y fue el piropo más bonito que he recibido en mi vida.
Nunca lo he podido olvidar. Nunca más lo volví a ver ni a saber de él. Pero permanece.
Buscando la copia, encontré uno de los mejores originales. Y sin subtítulos...
Pues a éste sólo le faltaba el ADN y alguna cicatriz para ser él. Como tal muñequito de cera, no tenía en absoluto nada de su contenido. Era guapo pero irrelevante. A veces lanzaba comentarios que te hacían pensar que era él pero lobotomizado. Cansaba. Y tanto, que la segunda vez que fuí a verle, hastiada, me puse a conversar con el señor de la cama de al lado y caí en el mejor de los hechizos.
El Hospital "Álvarez Cambras", sito en La Lisa de la ciudad de La Habana, está especializado en asuntos de esqueleto. Allí llegaban todos los huesos quebrados del continente. Todos aquellos a los que habían aconsejado un corte limpio venían con la esperanza de que el Dr. Álvarez Cambras les pusiera un aparatejo creado por él que servía para salvar piernas y brazos. Casi milagroso. Un Lourdes y Fátima reunidos en un sólo edificio.
De modo que cuando entrabas en una de sus gigantes habitaciones te encontrabas con gente de todas partes, con brazos y/o piernas en cabestrillos metálicos, en los cuales había unos pinchos que ingresaban en sus carnes perforándolas y poniendo los pelos de punta incluso al más frío. Era como un congreso de hombres de hojalata escapados de Oz.
Allí conocí a Roberto Ranalli (menciono su nombre real con la esperanza de encontrarlo algún día). Argentino. Unos cuantos (muchos) años mayor que yo. Para no cansarles: una de las personas más maravillosas que he conocido en mi vida que ya comienza a ser larga. Durante los meses siguientes aprendí a colarme en el hospital en horas en las que no había visitas, entraba por la cocina, por las puertas traseras, por la zona de la administración, por la puerta principal (las menos). Era como mi droga. Necesitaba hablar con él, compartir tantas cosas, cuentos de infancia, cuitas, historias de mis amigos, de mis hermanas, de mis padres. Él también me contaba las suyas: el terrible accidente gracias al cual nos habíamos conocido, su infancia llena de apreturas, su militancia en la izquierda en un país que hundía a los rebeldes en el mar, sus opiniones que me alimentaban y me hacían crecer en aquellos años de cerebro cemento fresco. Sólo hablábamos y hablábamos. Yo le contaba cosas del mundo exterior, de las películas de estreno, de la hermosísima "Sur" de Solanas. Sentía la felicidad que sentirían los antiguos juglares que contaban historias de los pueblos que visitaban, ante la atención concentrada de su audiencia. Éramos todo oidos y boca. Y sentimiento.
No éramos ni el padre, ni la hija. Ni el amante, ni la amada. Éramos sólo amigos. Llevando el sentido de la amistad a niveles jamás alcanzados. La comunicación en estado pleno.
No recuerdo bien cuánto tiempo duró la convergencia convexa, pero como todo, tuvo que tener fin. Gracias a Álvarez Cambras mi amigo podía caminar. Salió del hospital delgadísimo como un Quijote. Sé que es una imagen muy trillada pero es que esta vez estaba calcado. No estatua, no diseño de portada, no dibujín. Para mi suerte, era real. Aprovechando un pase de la película "Sur" en el cine Yara, fuímos a verla. Yo amaba esa película y me parecía que compartirla con él era una de las mejores cosas que me podía pasar.
Luego vino la despedida, sin intercambio de direcciones, la cosa en la Argentina no estaba tan clara y él no sabía qué iba a ser de su vida. Antes de subir al avión, me dio un beso en la frente y me dijo: envidio al depositario de tu amor. Y fue el piropo más bonito que he recibido en mi vida.
Nunca lo he podido olvidar. Nunca más lo volví a ver ni a saber de él. Pero permanece.
Buscando la copia, encontré uno de los mejores originales. Y sin subtítulos...
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