Conocí a Mario Benedetti allá por los '80 en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana. Él daba un recital de poesía y yo estudiaba economía en esa misma universidad.
Habíamos ido con un grupo de amigos uruguayos un par de horas antes a ubicarnos en el suelo cerca de la mesa en la que se suponía iba a sentarse Benedetti. Hicimos bien, pues, como si de un cantante de rock se tratara, a la hora señalada en la que llegaba el escritor, nos dimos cuenta que una pequeña multitud había ido poblando todos los rincones de la plaza. Milímetro a milímetro jóvenes de todas las nacionalidades habían llenado el espacio mientras esperaban la lectura de unos poemas aprendidos de memoria en las soledades de la clandestinidad, el exilio o en las aulas cubanas.
Y allí estaba Mario Benedetti. El padre y abuelo de todos nosotros. Se sentó y con esa voz cálida y suave comenzó a alimentarnos con sus metáforas y comparaciones. Para mí era una noche de ensueño. Estaba feliz. Hasta que un amigo uruguayo, que a la sazón estaba tomando mate, me dijo: "Debe tener sed, ¿por qué nos le ofrecés un poco de mate?". De entrada, parecía una idea estúpida, por lo que le dije: "¿Por qué no vas tú?". Y él me dice: "Por que la chica eres tú y va a quedar mejor que se lo ofrezca una chica". No debo negar que alimentó mi vanidad y, con la estupidez característica de los pocos años, aprovechando que Benedetti había parado unos segundos para buscar el siguiente poema, me levanté, mate en mano, me acerqué y se lo ofrecí. Él, suavemente y con ese peculiar acento uruguayo me contestó: "No, yo no tomo mate". Me sentí morir, porque además lo había dicho por el micrófono. Me dí la vuelta y barriendo con una mirada de odio a mi amigo, me senté intentando desaparecer del mapa.
Durante todos esos días, la fórmula era perseguir a Benedetti, a Galeano y a Sergio Ramirez para ver todos sus recitales, estar en sus presentaciones de libros y de paso tomarse unas fotos. Confiaba en que mi presencia, tipo O RH+, pasaría desapercibida, por lo que los perseguí por todos los sitios en los que les tocó hablar.
Uno de esos días, me dirigía a una facultad en la que había otra lectura de poemas y me encontré con una uruguaya. ¿Cómo supe que no era de los nuestros? Porque a pesar de estar entradita en carnes, lucía ropa negra apretadísima. La dieta del negro, de pies a cabeza. Lo primero que pensé fue que estaría atrayendo todo el sol para ella solita. A 38 grados y en pleno Caribe lo debería estar pasando muy mal. El tema es que, para variar, las dos llegábamos tempranísimo a un recital del poeta, por lo que fue inevitable amenizar la espera intercambiando pareceres. Me contó que era periodista y que quería hacerle una entrevista con el fin de que, además, mandara un mensaje a los jóvenes uruguayos, en el momento político especial que vivían entonces. Me miró y dijo: "Creo que me podés servir, ¿me ayudarías a sostener la grabadora mientras le hago la entrevista?". Yo le dije que estaba encantada de ser su ayudante. Más tarde, cuando terminó el recital, ella se acercó a Benedetti y le explicó lo que quería. Él no se hizo ningún problema, se acercó a los bancos, se sentó entre nosotras y se puso a hablar. Yo estaba exhultante, sosteniendo la grabadora sin cansarme. Ni escuché lo que decía intentando hacer bien mi trabajo. Cuando estábamos a punto de terminar la entrevista, miré la grabadora para ver si iba a alcanzar la cinta y con horror descubrí que ésta no se movía. Había olvidado quitar la pausa. Empecé a sudar y no sabía cómo salir del entuerto. Esperé que Benedetti se alejara para confesarle a mi casual amiga lo sucedido. Ésta me miró con odio y me comprometió a ir con ella esa misma noche a la cena que les daban a los escritores en la Unión de Escritores de Cuba, que allí intentaría repetir la entrevista, pero ésta vez ella controlaría la grabadora.
Demás está decir que Benedetti amablemente se negó, no sin antes preguntarle "¿Dónde está la chica del mate?". La "chica del mate" estaba escondida detrás de un árbol y fue incapaz de contarle a la uruguaya el por qué del apodo porque estaba sintiéndose tan ridícula de saber que, desde el comienzo, Benedetti se acordaba de ella.
Demás está decir que nunca más volví a ver a ambos uruguayos.
Habíamos ido con un grupo de amigos uruguayos un par de horas antes a ubicarnos en el suelo cerca de la mesa en la que se suponía iba a sentarse Benedetti. Hicimos bien, pues, como si de un cantante de rock se tratara, a la hora señalada en la que llegaba el escritor, nos dimos cuenta que una pequeña multitud había ido poblando todos los rincones de la plaza. Milímetro a milímetro jóvenes de todas las nacionalidades habían llenado el espacio mientras esperaban la lectura de unos poemas aprendidos de memoria en las soledades de la clandestinidad, el exilio o en las aulas cubanas.
Y allí estaba Mario Benedetti. El padre y abuelo de todos nosotros. Se sentó y con esa voz cálida y suave comenzó a alimentarnos con sus metáforas y comparaciones. Para mí era una noche de ensueño. Estaba feliz. Hasta que un amigo uruguayo, que a la sazón estaba tomando mate, me dijo: "Debe tener sed, ¿por qué nos le ofrecés un poco de mate?". De entrada, parecía una idea estúpida, por lo que le dije: "¿Por qué no vas tú?". Y él me dice: "Por que la chica eres tú y va a quedar mejor que se lo ofrezca una chica". No debo negar que alimentó mi vanidad y, con la estupidez característica de los pocos años, aprovechando que Benedetti había parado unos segundos para buscar el siguiente poema, me levanté, mate en mano, me acerqué y se lo ofrecí. Él, suavemente y con ese peculiar acento uruguayo me contestó: "No, yo no tomo mate". Me sentí morir, porque además lo había dicho por el micrófono. Me dí la vuelta y barriendo con una mirada de odio a mi amigo, me senté intentando desaparecer del mapa.
Durante todos esos días, la fórmula era perseguir a Benedetti, a Galeano y a Sergio Ramirez para ver todos sus recitales, estar en sus presentaciones de libros y de paso tomarse unas fotos. Confiaba en que mi presencia, tipo O RH+, pasaría desapercibida, por lo que los perseguí por todos los sitios en los que les tocó hablar.
Uno de esos días, me dirigía a una facultad en la que había otra lectura de poemas y me encontré con una uruguaya. ¿Cómo supe que no era de los nuestros? Porque a pesar de estar entradita en carnes, lucía ropa negra apretadísima. La dieta del negro, de pies a cabeza. Lo primero que pensé fue que estaría atrayendo todo el sol para ella solita. A 38 grados y en pleno Caribe lo debería estar pasando muy mal. El tema es que, para variar, las dos llegábamos tempranísimo a un recital del poeta, por lo que fue inevitable amenizar la espera intercambiando pareceres. Me contó que era periodista y que quería hacerle una entrevista con el fin de que, además, mandara un mensaje a los jóvenes uruguayos, en el momento político especial que vivían entonces. Me miró y dijo: "Creo que me podés servir, ¿me ayudarías a sostener la grabadora mientras le hago la entrevista?". Yo le dije que estaba encantada de ser su ayudante. Más tarde, cuando terminó el recital, ella se acercó a Benedetti y le explicó lo que quería. Él no se hizo ningún problema, se acercó a los bancos, se sentó entre nosotras y se puso a hablar. Yo estaba exhultante, sosteniendo la grabadora sin cansarme. Ni escuché lo que decía intentando hacer bien mi trabajo. Cuando estábamos a punto de terminar la entrevista, miré la grabadora para ver si iba a alcanzar la cinta y con horror descubrí que ésta no se movía. Había olvidado quitar la pausa. Empecé a sudar y no sabía cómo salir del entuerto. Esperé que Benedetti se alejara para confesarle a mi casual amiga lo sucedido. Ésta me miró con odio y me comprometió a ir con ella esa misma noche a la cena que les daban a los escritores en la Unión de Escritores de Cuba, que allí intentaría repetir la entrevista, pero ésta vez ella controlaría la grabadora.
Demás está decir que Benedetti amablemente se negó, no sin antes preguntarle "¿Dónde está la chica del mate?". La "chica del mate" estaba escondida detrás de un árbol y fue incapaz de contarle a la uruguaya el por qué del apodo porque estaba sintiéndose tan ridícula de saber que, desde el comienzo, Benedetti se acordaba de ella.
Demás está decir que nunca más volví a ver a ambos uruguayos.
Comentarios