Conocer a Fidel en el segundo año de la carrera fue la llave mágica que me permitió alcanzar un nivel más alto en el videojuego en el que estaba instalada entonces. Lo noté cuando empezaron a subir a mi personaje a la testera en los actos públicos. Parecía que me había convertido -en aquella ciudad de provincias olvidada- en alguien célebre sólo por el hecho de haber compartido espacio, haberle dado la mano, y haber intercambiado un par de palabras con el gran líder. Además, como constancia apareció una foto que, años más tarde, perdería lustre y compostura, como una metáfora que reflejaba que tanto las cosas como las ideologías se desgastan, se rompen, se desordenan y no quedan más que convertidas en un puzzle muerto de desaliento.
En cuanto percibí que era aceptada por la secta seguidora de El gran papi que todo lo ve y todo lo resuelve, decidí recuperar mi fama de rebelde antisistema, construida a pulso durante el anterior juego. Para ello, me propuse romper esa imagen que había nacido de un breve lapso de tiempo -como si realmente existiera la ósmosis social y nos convirtiéramos en otros sólo por un accidental contacto- y que, además, me hacía quedar como muñeca de plastilina susceptible de ser modelada al gusto y antojo de quien pone los materiales.
No me fue muy difícil, dado que las normas de pertenencia a la secta pasaban por coartar la más elemental de mis distracciones: decapitar cuanta marioneta se cuelga en el teatrillo, sobre todo si ésta pretende tener la cuerda más corta con el fin de sentirse más alta que el resto. Y claro, vinieron las preguntas, mis preguntas; las dudas, que eran mías; los reclamos que procedían de mi boca... Demasiado para el cuerpo. Pues nada, dejé de ser simpática, por mucho que todavía me quedaran restos del ADN de Fidel bajo las uñas, y me gané el derecho de entrar nuevamente en la órbita de vigilancia, como cualquier outsider sin oficio ni beneficio.
Y no es que sea masoquismo o falta de inteligencia emocional, sólo que nunca he podido ser feliz siendo gregaria. Es decir, nunca podría pertenecer a una secta de más de un miembro y que, encima, no me tuviera como la gran líder.
En cuanto percibí que era aceptada por la secta seguidora de El gran papi que todo lo ve y todo lo resuelve, decidí recuperar mi fama de rebelde antisistema, construida a pulso durante el anterior juego. Para ello, me propuse romper esa imagen que había nacido de un breve lapso de tiempo -como si realmente existiera la ósmosis social y nos convirtiéramos en otros sólo por un accidental contacto- y que, además, me hacía quedar como muñeca de plastilina susceptible de ser modelada al gusto y antojo de quien pone los materiales.
No me fue muy difícil, dado que las normas de pertenencia a la secta pasaban por coartar la más elemental de mis distracciones: decapitar cuanta marioneta se cuelga en el teatrillo, sobre todo si ésta pretende tener la cuerda más corta con el fin de sentirse más alta que el resto. Y claro, vinieron las preguntas, mis preguntas; las dudas, que eran mías; los reclamos que procedían de mi boca... Demasiado para el cuerpo. Pues nada, dejé de ser simpática, por mucho que todavía me quedaran restos del ADN de Fidel bajo las uñas, y me gané el derecho de entrar nuevamente en la órbita de vigilancia, como cualquier outsider sin oficio ni beneficio.
Y no es que sea masoquismo o falta de inteligencia emocional, sólo que nunca he podido ser feliz siendo gregaria. Es decir, nunca podría pertenecer a una secta de más de un miembro y que, encima, no me tuviera como la gran líder.
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