La noticia apareció en una de las páginas interiores del mermado periódico "Granma". No recuerdo bien la fecha, pero habrá sido tal vez un día como hoy, 5 de junio. Tampoco recuerdo con precisión lo que decía pero, en apenas cinco líneas, perfilaba lo sucedido en Beijing al amanecer del día anterior. Tenía más contenido lo que obviaba que lo estaba escrito. Por eso recuerdo la sensación de terrible pérdida que fue apoderándose de mí. Ya en esas épocas, le había perdido todo el respeto al pensamiento único y se me había instalado el sentido crítico y la percepción de que los políticos, vinieran de donde vinieran, siempre mentían.
Lo de Tiannamen sólo fue la constatación de que todos los regímenes, cuando se anquilosan, se convierten en peligrosas sectas que te absorven no sólo la vida, sino la palabra, el pensamiento y el espíritu. Capaces de aceptar sin asco, extremos como la invasión de Praga, la de Panamá o Bagdad; o masacres como la del Chile de Pinochet o la de Beijing.
Es que claro, con la dictadura de Pinochet, hubo muertos, torturas, se quemaron libros, se prohibió la libertad de expresión, hubo miles de exiliados. Con la revolución cubana en cambio..., vaya, ¡qué coincidencia!
Sin embargo, por mucho que a algunos les resulte fácil encontrar los puntos en común entre Castro y Pinochet, es un ejercicio que no lo puede hacer todo el mundo. Cuesta mucho para el que se denomine de izquierdas (que es mi caso) reconocer que en nuestro patio ocurren las mismas cosas que criticáramos cuando estaban los intereses de Estados Unidos, por ejemplo, en juego.
Reconozcámoslo, la izquierda se ha convertido en una peligrosa secta y yo he padecido muchas veces estas prácticas sectarias. Una vez, en una reunión en Roma, una chica ecuatoriana se levantó a gritarme sólo porque después de zamparnos una pizza le comenté al chico de al lado que para el Encuentro de Mujeres en Beijing habían asesinado a varios ladrones para que nadie se atreviera a robarles a las visitantes. Ella me emplazó a gritos a que contara lo que de verdad hacía Estados Unidos (sic). En esa estúpida tendencia del "tú más", que pretende borrar los errores de nuestros "supuestos" amigos con los de nuestros "supuestos" enemigos, cuando la realidad asigna culpas al que se las merece, en la orilla en la que se encuentre.
Ayer mismo recibí un artículo de una persona conocida que critica el hecho de que la prensa boliviana le hubiera dado tanta cobertura a lo sucedido con Marcial Fabricano o Víctor Hugo Cárdenas, mientras calla la existencia de esclavos en ciertas zonas del país y otras tropelías que cometen los grandes hacendados. Razón la tiene, pero justicia le falta. Uno no niega al otro. Es cierto que los chicotazos eran una práctica del mismísimo Marcial Fabricano, y como si se fundamentara bíblicamente habría recibido su propia medicina. Lo cual no está bien, porque debemos optar por la legalidad universalmente sancionada, y este hecho debe ser objetado desde la propia izquierda si no queremos perder la legitimidad de la palabra. Sorprende y preocupa que incluso en la web del Ministerio de Justicia se encuentren los argumentos "jurídicos" (sic) para tan bárbaro castigo.
Hace unos años una persona muy querida tuvo un incidente bastante traumático en una visita que hizo al Chapare. Es una mujer rubia, de ojos verdes y muy guapa. Cuando estaba paseando por el pueblo, los indígenas la acusaron de ser agente de la DEA y sin ninguna prueba, más que el prejuicio por su apariencia, procedieron a intentar lincharla. Si no hubiera sido porque su amiga tuvo la feliz idea de inventarse que en realidad ella era la amante del narcotraficante de turno, lo cual hizo que la multitud desapareciera en segundos y ellas aprovecharan para huir antes de que se descubriera la mentira, esta persona hubiera terminado sus días colgada de un árbol. Esa es la justicia comunitaria y no otra. Una rápida asamblea había decidido el destino de esta persona, sin pruebas y sin derecho a la defensa. Si estamos dispuestos a aprobar esto, tenemos que ser conscientes de que, como en la inquisición, el día de mañana, cualquiera, incluso los mismos masistas, puede ocupar el lugar del acusado y ahí estaremos los de siempre intentando salvarle el pellejo.
Estos últimos sucesos me han generado algunas preguntas: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para seguir perteneciendo a la progresía? ¿Cuántos sapos tenemos que tragar? ¿De cuántos crímenes tenemos que ser cómplices? ¿Hasta dónde debemos callar?
Contesto: sigo siendo de izquierdas, por mucho que critique a los que se lo merecen, se llamen Castro, Chávez, Ortega o Morales. No me van a embargar la voz. No di un cheque en blanco porque no creo en la infalibilidad de nadie. Que apoyaré todas las políticas que contribuyan a la igualdad y a la justicia, pero estaré en contra de las que socavan los principios que me sustentan. Porque soy aún más de izquierdas cuando aporto con mi crítica, evitando con ello que caigamos en el precipicio del pensamiento sectario, que modula no sólo lo que dices sino tu forma de vida y que nos acerca peligrosamente a las fronteras de la religión. Que mucho me ha costado salir de ella como para que ahora vuelva a meterme en una parecida, aunque con otra coartada.
Y llámenme gusana, revisionista, pequeño-burguesa..., pero no me ubiquen a la diestra de nadie, porque creo nadie tiene en sus manos el izquierdómetro, ni el derecho de ubicar las piezas en el tablero.
Lo de Tiannamen sólo fue la constatación de que todos los regímenes, cuando se anquilosan, se convierten en peligrosas sectas que te absorven no sólo la vida, sino la palabra, el pensamiento y el espíritu. Capaces de aceptar sin asco, extremos como la invasión de Praga, la de Panamá o Bagdad; o masacres como la del Chile de Pinochet o la de Beijing.
Es que claro, con la dictadura de Pinochet, hubo muertos, torturas, se quemaron libros, se prohibió la libertad de expresión, hubo miles de exiliados. Con la revolución cubana en cambio..., vaya, ¡qué coincidencia!
Sin embargo, por mucho que a algunos les resulte fácil encontrar los puntos en común entre Castro y Pinochet, es un ejercicio que no lo puede hacer todo el mundo. Cuesta mucho para el que se denomine de izquierdas (que es mi caso) reconocer que en nuestro patio ocurren las mismas cosas que criticáramos cuando estaban los intereses de Estados Unidos, por ejemplo, en juego.
Reconozcámoslo, la izquierda se ha convertido en una peligrosa secta y yo he padecido muchas veces estas prácticas sectarias. Una vez, en una reunión en Roma, una chica ecuatoriana se levantó a gritarme sólo porque después de zamparnos una pizza le comenté al chico de al lado que para el Encuentro de Mujeres en Beijing habían asesinado a varios ladrones para que nadie se atreviera a robarles a las visitantes. Ella me emplazó a gritos a que contara lo que de verdad hacía Estados Unidos (sic). En esa estúpida tendencia del "tú más", que pretende borrar los errores de nuestros "supuestos" amigos con los de nuestros "supuestos" enemigos, cuando la realidad asigna culpas al que se las merece, en la orilla en la que se encuentre.
Ayer mismo recibí un artículo de una persona conocida que critica el hecho de que la prensa boliviana le hubiera dado tanta cobertura a lo sucedido con Marcial Fabricano o Víctor Hugo Cárdenas, mientras calla la existencia de esclavos en ciertas zonas del país y otras tropelías que cometen los grandes hacendados. Razón la tiene, pero justicia le falta. Uno no niega al otro. Es cierto que los chicotazos eran una práctica del mismísimo Marcial Fabricano, y como si se fundamentara bíblicamente habría recibido su propia medicina. Lo cual no está bien, porque debemos optar por la legalidad universalmente sancionada, y este hecho debe ser objetado desde la propia izquierda si no queremos perder la legitimidad de la palabra. Sorprende y preocupa que incluso en la web del Ministerio de Justicia se encuentren los argumentos "jurídicos" (sic) para tan bárbaro castigo.
Hace unos años una persona muy querida tuvo un incidente bastante traumático en una visita que hizo al Chapare. Es una mujer rubia, de ojos verdes y muy guapa. Cuando estaba paseando por el pueblo, los indígenas la acusaron de ser agente de la DEA y sin ninguna prueba, más que el prejuicio por su apariencia, procedieron a intentar lincharla. Si no hubiera sido porque su amiga tuvo la feliz idea de inventarse que en realidad ella era la amante del narcotraficante de turno, lo cual hizo que la multitud desapareciera en segundos y ellas aprovecharan para huir antes de que se descubriera la mentira, esta persona hubiera terminado sus días colgada de un árbol. Esa es la justicia comunitaria y no otra. Una rápida asamblea había decidido el destino de esta persona, sin pruebas y sin derecho a la defensa. Si estamos dispuestos a aprobar esto, tenemos que ser conscientes de que, como en la inquisición, el día de mañana, cualquiera, incluso los mismos masistas, puede ocupar el lugar del acusado y ahí estaremos los de siempre intentando salvarle el pellejo.
Estos últimos sucesos me han generado algunas preguntas: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para seguir perteneciendo a la progresía? ¿Cuántos sapos tenemos que tragar? ¿De cuántos crímenes tenemos que ser cómplices? ¿Hasta dónde debemos callar?
Contesto: sigo siendo de izquierdas, por mucho que critique a los que se lo merecen, se llamen Castro, Chávez, Ortega o Morales. No me van a embargar la voz. No di un cheque en blanco porque no creo en la infalibilidad de nadie. Que apoyaré todas las políticas que contribuyan a la igualdad y a la justicia, pero estaré en contra de las que socavan los principios que me sustentan. Porque soy aún más de izquierdas cuando aporto con mi crítica, evitando con ello que caigamos en el precipicio del pensamiento sectario, que modula no sólo lo que dices sino tu forma de vida y que nos acerca peligrosamente a las fronteras de la religión. Que mucho me ha costado salir de ella como para que ahora vuelva a meterme en una parecida, aunque con otra coartada.
Y llámenme gusana, revisionista, pequeño-burguesa..., pero no me ubiquen a la diestra de nadie, porque creo nadie tiene en sus manos el izquierdómetro, ni el derecho de ubicar las piezas en el tablero.
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