Ahora que tanto se habla de las marcas seguras, por eso de que las marcas blancas le comen terreno a las famosas, debo reconocer que para mí, Amenábar es una de ellas. Después de su maravilloso retrato del tetrapléjico Ramón Sampedro, decidí que cualquier cosa que pasara bajo su batuta tendría que tener el mismo nivel artístico y de reflexión.
Pero cuando se comenzó a hablar de su última obra, Ágora, la más cara del cine español, con una crítica que no le asignaba la más mínima relevancia, decidí esperar a verla en vídeo, que es el nivel al que ponemos siempre los filmes que no consideramos lo suficientemente valiosos como para verlos en pantalla grande.
Finalmente, fui al cine. Confieso que más para acompañar a una amiga, que por interés de la película. Allí, en medio del sonido de millones de palomitas masticadas por un par de centenas de mandíbulas comencé a viajar en el tiempo. Más precisamente cuando el conocimiento valía tanto como la mejor de las mercancías. Entrar en la biblioteca de Alejandría, aunque sólo hubiera sido un ejemplar de cartón piedra, me produjo la misma sensación de regocijo intelectual que me provoca un libro nuevo. No es difícil imaginar que la recreación habrá sido cuidadosa, considerando lo perfeccionista que es Amenábar, lo cual le da una satisfacción añadida, es como jugar con la historia en un diorama exacto.
No sólo es el escenario el inquietante, sino la misma historia. Que no contaré porque no quiero chafarles la película pero es inevitable concluir a dónde habría llegado la ciencia de no ser por el cristianismo y todos los ismos (pobre Hipatia, pobre Galileo, pobres las mujeres sabias acusadas de brujas), dónde estaríamos las mujeres de no habérsenos lapidado entre las páginas del oscurantismo religioso.
Porque no parece gratuito el que Amenábar eligiera a Hipatia como heroína, como síntesis de todas las contradicciones de esa época. Como el principio del fin de la era del conocimiento. Como hiciera Saramago en "Ensayo sobre la ceguera" dándole el papel más trascendental a una mujer, el director concede a otra, a Hipatia la representación de todo lo contrario a un patriarcado castrante y enajenante. Lamentablemente para la humanidad, éste se extiende hasta nuestros días.
Sobre todo, impactantes las metáforas escondidas en sus imágenes. La más humillante, la de las hormigas y esa cámara que se va levantando en el momento más vergonzozo de la historia y nos muestra a los humanos como simples puntos, de los cuales se reirá mucho, seguramente, el universo. Creyéndonos esenciales, importantes, el centro, mientras no somos más que unos simples mierdas en medio de tanta inmensidad.
Amenábar se reserva siempre un momento del metraje para sobrecogernos, para tomarnos en sus manos, sacudirnos y devolvernos al suelo, otros. Si en "Mar adentro" lo conseguía cuando la imagen se adentraba en el mar metidos en los zapatos de Ramón Sampedro, quitándonos la respiración; en "Ágora" lo consigue al final. No les cuento los detalles porque hay que vivirlo.
Nada. Agradezco haberme equivocado. Es de esas películas que deberían verse en los colegios.
Casi tres millones de espectadores no podemos estar tan equivocados.
Pero cuando se comenzó a hablar de su última obra, Ágora, la más cara del cine español, con una crítica que no le asignaba la más mínima relevancia, decidí esperar a verla en vídeo, que es el nivel al que ponemos siempre los filmes que no consideramos lo suficientemente valiosos como para verlos en pantalla grande.
Finalmente, fui al cine. Confieso que más para acompañar a una amiga, que por interés de la película. Allí, en medio del sonido de millones de palomitas masticadas por un par de centenas de mandíbulas comencé a viajar en el tiempo. Más precisamente cuando el conocimiento valía tanto como la mejor de las mercancías. Entrar en la biblioteca de Alejandría, aunque sólo hubiera sido un ejemplar de cartón piedra, me produjo la misma sensación de regocijo intelectual que me provoca un libro nuevo. No es difícil imaginar que la recreación habrá sido cuidadosa, considerando lo perfeccionista que es Amenábar, lo cual le da una satisfacción añadida, es como jugar con la historia en un diorama exacto.
No sólo es el escenario el inquietante, sino la misma historia. Que no contaré porque no quiero chafarles la película pero es inevitable concluir a dónde habría llegado la ciencia de no ser por el cristianismo y todos los ismos (pobre Hipatia, pobre Galileo, pobres las mujeres sabias acusadas de brujas), dónde estaríamos las mujeres de no habérsenos lapidado entre las páginas del oscurantismo religioso.
Porque no parece gratuito el que Amenábar eligiera a Hipatia como heroína, como síntesis de todas las contradicciones de esa época. Como el principio del fin de la era del conocimiento. Como hiciera Saramago en "Ensayo sobre la ceguera" dándole el papel más trascendental a una mujer, el director concede a otra, a Hipatia la representación de todo lo contrario a un patriarcado castrante y enajenante. Lamentablemente para la humanidad, éste se extiende hasta nuestros días.
Sobre todo, impactantes las metáforas escondidas en sus imágenes. La más humillante, la de las hormigas y esa cámara que se va levantando en el momento más vergonzozo de la historia y nos muestra a los humanos como simples puntos, de los cuales se reirá mucho, seguramente, el universo. Creyéndonos esenciales, importantes, el centro, mientras no somos más que unos simples mierdas en medio de tanta inmensidad.
Amenábar se reserva siempre un momento del metraje para sobrecogernos, para tomarnos en sus manos, sacudirnos y devolvernos al suelo, otros. Si en "Mar adentro" lo conseguía cuando la imagen se adentraba en el mar metidos en los zapatos de Ramón Sampedro, quitándonos la respiración; en "Ágora" lo consigue al final. No les cuento los detalles porque hay que vivirlo.
Nada. Agradezco haberme equivocado. Es de esas películas que deberían verse en los colegios.
Casi tres millones de espectadores no podemos estar tan equivocados.
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