Hoy era un domingo para quedarse en el sofá muriéndose de nostalgia, recitando el "poema del domingo triste" de Buesa ("Este domingo triste pienso en tí dulcemente y mi vieja mentira del olvido, ya no miente"), regodearme en la tristeza que es lo que más me gusta, luego levantarme, vestirme y salir al invierno que ya se siente en los pies, cruzar la ciudad y comprender por qué Madrid se ha, definitivamente, instalado en mi vida. Pero no. Se me cruzó un condenado relé.
En estos últimos años, he tenido que rascar en lo infinito de mi cerebro para recordar geometría, álgebra, las valencias, los conjuntos, la diferencia entre un diptongo y un hiato, las capitales de Asia y los montes de Europa, el porqué de la pirámide nutricional y lo importante que es el calentamiento antes del ejercicio. Todo estaba archivando en algún perdido file de mi disco duro que, gracias a ello y a los cinco idiomas en los que pienso a la semana, está bastante aceitadido. Hasta que llegó el puto relé.
No basta que explique que cuando yo era joven, feliz e indocumentada, las chicas hacíamos labores y los chicos electricidad o carpintería; que por mucho que pidiéramos aprender lo que considerábamos "más útil", nunca pudimos acercarnos a un circuito. No, no basta. Tengo que ser la súpermamá que también explique para qué diantres sirve el relé.
Nunca un aparatejo como ese me había complicado tanto la vida. Todavía no le veo utilidad. Lo mismo piensa mi hija. En caso de holocausto nuclear, dice, más me valdría saber cómo hacer fuego o cocinar o coserme la ropa. La muy lista. Si al final va a ser nomás que las monjitas tenían razón y lo que nos enseñaron era más útil.
Sobre todo cuando siempre hay un idiota dispuesto a hacer las instalaciones por tí mientras te tomas una limonada o, si es el caso, te fumas tu cigarrito.
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