Un punto importante para vivir con sabiduría está en encontrar la proporción exacta entre la atención que le dedicamos al presente y al futuro, para que uno no estropee al otro. Muchos viven en exceso en el presente: los livianos; otros, en exceso en el futuro: los medrosos y llenos de cuidado. Es difícil para cada uno de nosotros mantener esta proporción en la medida justa. Aquellos que ansiando y esperando viven sólo en el futuro, mirando siempre para adelante y corriendo apresurados al encuentro de las cosas venideras, como si sólo ellas trajesen verdadera felicidad y que dejan por ello escurrirse el presente, sin gozarlo, son, a pesar de su aire grave, comparables a aquellos burros de Italia, cuyo paso es acelerado porque tienen colgado en un bastón sujeto a su cabeza un haz de heno; que, por tanto, siempre ven en su frente y esperan alcanzar. Engañándose, sacrificándose toda la existencia al vivir siempre en el intervalo, hasta que un día mueren.
En vez de estar, por tanto, siempre y exclusivamente entretenidos con los proyectos y con las preocupaciones con el futuro o de entregarnos a la nostalgia del pasado, no deberíamos nunca olvidarnos de que sólo el presente es real y que sólo él es cierto, en tanto que el futuro casi siempre sale diferente de lo que pensamos y que también el pasado fue diferente de lo que hoy parece haber sido; de tal manera que ambos tienen menos significado de lo que parece; sólo el presente es el tiempo de hecho, satisfecho, sólo en él está nuestra existencia.
Por eso, deberíamos dale siempre una buena acogida, disfrutando conscientemente cada hora libre de adversidades inmediatas, o de dolores; esto es, no turbarlo con caras aborrecidas con el futuro. Porque es una tontería apartar de sí una buena hora presente, o estropearla voluntariamente por disgusto con lo que pasó o preocupaciones con lo que vendrá.
Para disfrutar del presente y, por tanto, de toda la vida, debemos siempre recordar que el día de hoy viene una sola vez y nunca más. Pero nos imaginamos que él vuelve mañana. Mañana, entretanto, es otro día que también sólo viene una vez. Nos olvidamos que cada día es una parte integrante y por tanto, insustituíble de la vida. Igualmente apreciaríamos y gozaríamos el presente si en los días buenos y saludables tuviésemos consciencia de cómo en la horas de enfermedad o tristeza, cada momento que pasó sin dolor ni privaciones aparece en la memoria como algo infinitamente envidiable, como un paraíso perdido, como un amigo que no supimos reconocer. Pero vamos viviendo nuestros bellos días sin percibirlos; sólo cuando vienen los ruines es que deseamos que ellos vuelvan. Con cara aborrecida dejamos pasar mil horas serenas y agradables sin disfrutarlas, para después, en los momentos turbios, suspirar por ellas en vano. En vez de eso, deberíamos honrar cada momento aceptable del presente, incluso el cotidiano, que ahora dejamos transcurrir indiferentemente y tal vez hasta empujemos impacientemente, siempre acordándonos de que en este preciso instante, él se precipita en la apoteosis del pasado; donde, de aquí en adelante, bañado por la luz de lo que es perenne, queda guardado por la memoria, para aparecer cuando ésta, un día, descorra la cortina, especialmente en una hora amarga, como un objeto de nuestra más íntima saudade (añoranza).
En vez de estar, por tanto, siempre y exclusivamente entretenidos con los proyectos y con las preocupaciones con el futuro o de entregarnos a la nostalgia del pasado, no deberíamos nunca olvidarnos de que sólo el presente es real y que sólo él es cierto, en tanto que el futuro casi siempre sale diferente de lo que pensamos y que también el pasado fue diferente de lo que hoy parece haber sido; de tal manera que ambos tienen menos significado de lo que parece; sólo el presente es el tiempo de hecho, satisfecho, sólo en él está nuestra existencia.
Por eso, deberíamos dale siempre una buena acogida, disfrutando conscientemente cada hora libre de adversidades inmediatas, o de dolores; esto es, no turbarlo con caras aborrecidas con el futuro. Porque es una tontería apartar de sí una buena hora presente, o estropearla voluntariamente por disgusto con lo que pasó o preocupaciones con lo que vendrá.
Para disfrutar del presente y, por tanto, de toda la vida, debemos siempre recordar que el día de hoy viene una sola vez y nunca más. Pero nos imaginamos que él vuelve mañana. Mañana, entretanto, es otro día que también sólo viene una vez. Nos olvidamos que cada día es una parte integrante y por tanto, insustituíble de la vida. Igualmente apreciaríamos y gozaríamos el presente si en los días buenos y saludables tuviésemos consciencia de cómo en la horas de enfermedad o tristeza, cada momento que pasó sin dolor ni privaciones aparece en la memoria como algo infinitamente envidiable, como un paraíso perdido, como un amigo que no supimos reconocer. Pero vamos viviendo nuestros bellos días sin percibirlos; sólo cuando vienen los ruines es que deseamos que ellos vuelvan. Con cara aborrecida dejamos pasar mil horas serenas y agradables sin disfrutarlas, para después, en los momentos turbios, suspirar por ellas en vano. En vez de eso, deberíamos honrar cada momento aceptable del presente, incluso el cotidiano, que ahora dejamos transcurrir indiferentemente y tal vez hasta empujemos impacientemente, siempre acordándonos de que en este preciso instante, él se precipita en la apoteosis del pasado; donde, de aquí en adelante, bañado por la luz de lo que es perenne, queda guardado por la memoria, para aparecer cuando ésta, un día, descorra la cortina, especialmente en una hora amarga, como un objeto de nuestra más íntima saudade (añoranza).
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