Mientras lo saboreaba, comprendí las razones por las cuales Muriel Barbery había escrito un libro entero dedicado a los sabores. "Une gourmandise" (una golosina) es un canto al sentido del gusto y a los infinitos rumbos a los que nos transporta nada más activarlo.
Confieso que le debo al "quimsacharani" (el chicote que se usa con las bestias) la amplitud de mi gusto. Mi madre solía ponerlo en la mesa a nuestro lado a la hora del almuerzo. Cuando veo las fotos de esa época, la comprendo. Yo era tan delgada entonces que de haber sido tema de moda me hubieran declarado anoréxica. Imagino que a la pobre le horrorizaría la idea de tener en su currículum materno una hija muerta por inanición. Lo cierto es que me costaba mucho tragar la comida, pero lo hacía ante la amenaza -nunca cumplida, todo hay que decir- de que usara el "quimsa" conmigo. Así, le cogí el gusto a casi todas las partes de una vaca, incluida la lengua y los intestinos delgado y grueso. Salvo dos cosas que, al recordarlas, es inevitable que me suba la náusea: el librillo (que aquí se ha convertido en un plato muy apreciado: los callos a la madrileña) y los sesos, que sólo comía porque eran una fuente poderosa de fósforo, pero también de colesterol malo (¡Puf! Ya tengo un pretexto para no comerlos nunca más).
Me gusta comer todo. Cualquier bicho que se mueva, salvo los caracoles y conejos que es como comerme a mis amigos (incluyo en la lista al perro y al gato, pensando en la China y Corea); todas las verduras, frutas, tubérculos, y un largo etcétera. Disfruto de los platos tradicionales de cualquier país y también de las invenciones de mis amigas mientras charlamos. No le hago ascos a nada (salvo las excepciones mencionadas) y la mayoría de las veces realmente saboreo las comidas, sean exóticas o caseras.
Un día, me di cuenta de que tenía un antojo de un plato boliviano muy común y fácil de hacer. Me propuse prepararlo por mi cuenta. No soy del tipo de persona que se obsesione por nada que le recuerde el terruño. En eso soy un poco desapegada. Pero, esta vez, me apetecía degustar ese platillo. Lo preparé para mí sola, no quería ver caras críticas de nadie. Me senté frente a mi obra y comencé a comerlo, un poco de arroz, un poco de patatas y un poco del guiso, todo mezcladito con una ensalada de tomates y cebolla; y ocurrió el milagro: de pronto, vinieron todas las imágenes de mi infancia, todos los mercados populares, todos los restaurantes de carretera, el altiplano boliviano, la montaña chuquisaqueña, el subtrópico chapareño, un bareto con suelo de tierra en Porongo, el país, en suma, metido en lo profundo de mi piel junto a lo común, lo familiar, lo simple; la impresión de que no es necesario complicarse la vida para lograr un instante de placer y visitar tus raíces.
Ayer, lo preparé nuevamente y mientras masticaba mi "saice", intentando saborear cada uno de sus ingredientes, pensé que a Muriel Barbery le faltaba ese sabor en su libro.
Aunque, pensándolo bien, ella tiene otros transportes igual de amables.
Confieso que le debo al "quimsacharani" (el chicote que se usa con las bestias) la amplitud de mi gusto. Mi madre solía ponerlo en la mesa a nuestro lado a la hora del almuerzo. Cuando veo las fotos de esa época, la comprendo. Yo era tan delgada entonces que de haber sido tema de moda me hubieran declarado anoréxica. Imagino que a la pobre le horrorizaría la idea de tener en su currículum materno una hija muerta por inanición. Lo cierto es que me costaba mucho tragar la comida, pero lo hacía ante la amenaza -nunca cumplida, todo hay que decir- de que usara el "quimsa" conmigo. Así, le cogí el gusto a casi todas las partes de una vaca, incluida la lengua y los intestinos delgado y grueso. Salvo dos cosas que, al recordarlas, es inevitable que me suba la náusea: el librillo (que aquí se ha convertido en un plato muy apreciado: los callos a la madrileña) y los sesos, que sólo comía porque eran una fuente poderosa de fósforo, pero también de colesterol malo (¡Puf! Ya tengo un pretexto para no comerlos nunca más).
Me gusta comer todo. Cualquier bicho que se mueva, salvo los caracoles y conejos que es como comerme a mis amigos (incluyo en la lista al perro y al gato, pensando en la China y Corea); todas las verduras, frutas, tubérculos, y un largo etcétera. Disfruto de los platos tradicionales de cualquier país y también de las invenciones de mis amigas mientras charlamos. No le hago ascos a nada (salvo las excepciones mencionadas) y la mayoría de las veces realmente saboreo las comidas, sean exóticas o caseras.
Un día, me di cuenta de que tenía un antojo de un plato boliviano muy común y fácil de hacer. Me propuse prepararlo por mi cuenta. No soy del tipo de persona que se obsesione por nada que le recuerde el terruño. En eso soy un poco desapegada. Pero, esta vez, me apetecía degustar ese platillo. Lo preparé para mí sola, no quería ver caras críticas de nadie. Me senté frente a mi obra y comencé a comerlo, un poco de arroz, un poco de patatas y un poco del guiso, todo mezcladito con una ensalada de tomates y cebolla; y ocurrió el milagro: de pronto, vinieron todas las imágenes de mi infancia, todos los mercados populares, todos los restaurantes de carretera, el altiplano boliviano, la montaña chuquisaqueña, el subtrópico chapareño, un bareto con suelo de tierra en Porongo, el país, en suma, metido en lo profundo de mi piel junto a lo común, lo familiar, lo simple; la impresión de que no es necesario complicarse la vida para lograr un instante de placer y visitar tus raíces.
Ayer, lo preparé nuevamente y mientras masticaba mi "saice", intentando saborear cada uno de sus ingredientes, pensé que a Muriel Barbery le faltaba ese sabor en su libro.
Aunque, pensándolo bien, ella tiene otros transportes igual de amables.
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