Ser la quinta hija de mi padre y la cuarta de mi madre no me convierte en loba las noches de luna, ni en duende cuando hay eclipse solar, ni siquiera en unicornio con tres planetas en conjunción; pero sí ha hecho de mi vida un absoluto divertimento.
Aunque, debo confesar que cuando era una cría el hecho de ser la benjamina me acarreó más de un problema. Centralmente, porque a mis hermanas mayores les fascinaba pasársela bien dándome unos sustos de muerte (gracias a esa terrorífica experiencia, he dudado a la hora de divertirme haciendo lo mismo con mis hijas). Acostumbraban esconderse detrás de cuanto mueble las cubriera para lanzarme un ¡uuuu! fantasmagórico que me hiciera saltar casi un par de metros, mientras ellas se despanzaban de la risa. O aprovechaban que eran "grandes" para mandarme a por diferentes cosas a la planta de arriba y apagarme la luz cuando llegaba a medio camino, entre el último escalón y el comienzo del largo pasillo, lo cual me obligaba a volver para atrás o aventurarme hacia el próximo interruptor, mientras imaginaba que diversos espíritus me atajaban los pies y me devoraban. Con el corazón en la mano, obvio. Gracias a estos juegos, en los que la única que no se divertía era yo, soy una persona que tiene que mirar varias veces bajo la cama cuando está sola, encender todos los interruptores cuando la oscuridad acecha y subir corriendo al ascensor, no por miedo de un violador escondido detrás de una columna, sino de algo desconocido que me transporte a ese largo pasillo de mi infancia.
Pero no todo era malo. Sobre todo porque ese era un tiempo de la hermanita-carabina. Mi madre obligaba a mis hermanas mayores a ir con alguna de nosotras, las pequeñas, cuando salían con lo que entonces se llamaba el "enamorado". Allí yo adquiría un poder inesperado. Era la enana más sobornable del planeta tierra y, además, era consciente de lo que se conseguía con ello. Míos fueron los helados más sabrosos, los chocolates más rellenos y las galletas más ricas. Míos fueron todos los estrenos de Disney. Y míos fueron los paseos por todos los parques de la ciudad. Pero también, míos fueron los mejores regalos los 20 de abril, día en que nací para desgracia de las mayores. Viene a mi memoria, con particular entusiasmo, un farolito -perdido en alguno de los infaltables traslados- de esos antiguos de parque estilo Hide Park. Incluso tenía pilas y luz. Una belleza.
Pero lo que recuerdo con especial afecto es el regalo de uno de estos chicos, al que yo veía como un auténtico adulto viejo, a pesar de sólo contar 18 años. Él le había regalado a una de mis hermanas -su "enamorada"- una colección de figuritas de Disney pintadas a mano. Yo le rogué que me regalara sólo una de las más de 20 que había recibido y mi hermana se empacó y no me dio ninguna. Supongo que habré llorado todo lo que llora una niña pequeña, hasta quedarme dormida. No sé cuánto tiempo después desperté con el sonido de unos muñequitos que caían rebotando en la mesa. Este chico -que apenas era un muchacho- había vuelto a su casa y me había traído todos los que encontró por allí, aunque no estuvieran pintados. Demás está decir que fue un despertar sólo equiparable a los de Navidad. Adoré esos muñequitos y, aunque tuve cuidado en conservarlos, ahora sólo tengo a mano al Pepito Grillo. No es un detalle baladí, pues me acompaña siempre, recordándome la importancia de los pequeños actos.
Este chico, ahora un hombre que incluso tiene un nieto, a veces chatea conmigo. Nunca le dije lo importante que fue en mi vida y creo que no es necesario porque siento, con sus palabras de apoyo, que siempre está allí dispuesto a regalarme cualquier detalle... aunque sea sólo de palabra.
Ventajas de benjamina, digo yo.
Aunque, debo confesar que cuando era una cría el hecho de ser la benjamina me acarreó más de un problema. Centralmente, porque a mis hermanas mayores les fascinaba pasársela bien dándome unos sustos de muerte (gracias a esa terrorífica experiencia, he dudado a la hora de divertirme haciendo lo mismo con mis hijas). Acostumbraban esconderse detrás de cuanto mueble las cubriera para lanzarme un ¡uuuu! fantasmagórico que me hiciera saltar casi un par de metros, mientras ellas se despanzaban de la risa. O aprovechaban que eran "grandes" para mandarme a por diferentes cosas a la planta de arriba y apagarme la luz cuando llegaba a medio camino, entre el último escalón y el comienzo del largo pasillo, lo cual me obligaba a volver para atrás o aventurarme hacia el próximo interruptor, mientras imaginaba que diversos espíritus me atajaban los pies y me devoraban. Con el corazón en la mano, obvio. Gracias a estos juegos, en los que la única que no se divertía era yo, soy una persona que tiene que mirar varias veces bajo la cama cuando está sola, encender todos los interruptores cuando la oscuridad acecha y subir corriendo al ascensor, no por miedo de un violador escondido detrás de una columna, sino de algo desconocido que me transporte a ese largo pasillo de mi infancia.
Pero no todo era malo. Sobre todo porque ese era un tiempo de la hermanita-carabina. Mi madre obligaba a mis hermanas mayores a ir con alguna de nosotras, las pequeñas, cuando salían con lo que entonces se llamaba el "enamorado". Allí yo adquiría un poder inesperado. Era la enana más sobornable del planeta tierra y, además, era consciente de lo que se conseguía con ello. Míos fueron los helados más sabrosos, los chocolates más rellenos y las galletas más ricas. Míos fueron todos los estrenos de Disney. Y míos fueron los paseos por todos los parques de la ciudad. Pero también, míos fueron los mejores regalos los 20 de abril, día en que nací para desgracia de las mayores. Viene a mi memoria, con particular entusiasmo, un farolito -perdido en alguno de los infaltables traslados- de esos antiguos de parque estilo Hide Park. Incluso tenía pilas y luz. Una belleza.
Pero lo que recuerdo con especial afecto es el regalo de uno de estos chicos, al que yo veía como un auténtico adulto viejo, a pesar de sólo contar 18 años. Él le había regalado a una de mis hermanas -su "enamorada"- una colección de figuritas de Disney pintadas a mano. Yo le rogué que me regalara sólo una de las más de 20 que había recibido y mi hermana se empacó y no me dio ninguna. Supongo que habré llorado todo lo que llora una niña pequeña, hasta quedarme dormida. No sé cuánto tiempo después desperté con el sonido de unos muñequitos que caían rebotando en la mesa. Este chico -que apenas era un muchacho- había vuelto a su casa y me había traído todos los que encontró por allí, aunque no estuvieran pintados. Demás está decir que fue un despertar sólo equiparable a los de Navidad. Adoré esos muñequitos y, aunque tuve cuidado en conservarlos, ahora sólo tengo a mano al Pepito Grillo. No es un detalle baladí, pues me acompaña siempre, recordándome la importancia de los pequeños actos.
Este chico, ahora un hombre que incluso tiene un nieto, a veces chatea conmigo. Nunca le dije lo importante que fue en mi vida y creo que no es necesario porque siento, con sus palabras de apoyo, que siempre está allí dispuesto a regalarme cualquier detalle... aunque sea sólo de palabra.
Ventajas de benjamina, digo yo.
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