Cuando yo era niña, los más pequeños de la familia heredábamos todo de nuestros hermanos o hermanas mayores. Y cuando digo todo, es todo. Desde ropa, zapatos, juguetes y libros.
Los que sean de mi generación recordarán esos pesados tochos llamados Baldor. Había Barldor de aritmética, álgebra, trigonometría y geometría. Eran unos libros, fácilmente de unas 800 páginas, que pesaban lo suyo y que al comenzar cada capítulo te daban un repaso de la vida de esos gigantes de las matemáticas y en la siguiente página te enredaban en un sinfín de números y fórmulas. El que resolvía todo, era el genio de la clase.Heredar el Baldor no era extraño, pues pasaba de mano en mano y los más pequeños deseábamos tener que utilizarlo porque era algo así como el carnet de adulto, aunque cuando ya tocaba hacerlo nos dábamos cuenta que habíamos caído en la trampa, era un auténtico peñazo. Pero ya recibir por heredad el “Primeras Luces” era el colmo, pues como era el primero que utilizaban los niños en la escuela, estaba hecho polvo. Aunque lo forraras para disimular su edad apta para el jubileo, las hojas parecían trapos de cocina. Habían perdido toda prestancia y parecían el famoso hidalgo Don Quijote, pero ya en el capítulo cuarenta, cuando ha recibido las palizas de media España.
Los que sean de mi generación recordarán esos pesados tochos llamados Baldor. Había Barldor de aritmética, álgebra, trigonometría y geometría. Eran unos libros, fácilmente de unas 800 páginas, que pesaban lo suyo y que al comenzar cada capítulo te daban un repaso de la vida de esos gigantes de las matemáticas y en la siguiente página te enredaban en un sinfín de números y fórmulas. El que resolvía todo, era el genio de la clase.Heredar el Baldor no era extraño, pues pasaba de mano en mano y los más pequeños deseábamos tener que utilizarlo porque era algo así como el carnet de adulto, aunque cuando ya tocaba hacerlo nos dábamos cuenta que habíamos caído en la trampa, era un auténtico peñazo. Pero ya recibir por heredad el “Primeras Luces” era el colmo, pues como era el primero que utilizaban los niños en la escuela, estaba hecho polvo. Aunque lo forraras para disimular su edad apta para el jubileo, las hojas parecían trapos de cocina. Habían perdido toda prestancia y parecían el famoso hidalgo Don Quijote, pero ya en el capítulo cuarenta, cuando ha recibido las palizas de media España.
No sé de qué vivían los libreros en esa época puesto que los niños no éramos negocio. Pero esto ha pasado a la historia, obviamente.
Yo intenté practicar con mis hijas eso de lega a/hereda de tu hermanita, de modo que la mayor trataba de dejar los libros impolutos, porque es una niña muy cuidadosa (no le viene por el signo, lo sé) y mi hija pequeña se los dejaba a los otros hijos de mis amigas que vienen por detrás. Me parecía económico y ecológico. La otra opción era tirar los libros al contenedor azul para que fueran reciclados y convertidos en papel higiénico, que no está mal, pero me parecía que tanta sabiduría inmersa en sus hojas (un papel, además, buenísimo) merecía mejor destino.
Pero las editoriales, que son muy cucas, también se dieron cuenta de que sus libros podían pasar de mano en mano (en el instituto hay una mesa donde puedes dejarlos para que los coja quien quiera y eso hice este año y desaparecieron ipso facto), entonces, comenzaron a aplicar lo que se llama “obsolescencia programada” y le pusieron a cada edición el ISBN. Es decir, por encima el libro es casi igual, pero por dentro varían los contenidos. Este año me pasó con cuatro libros, hasta la tapa era la misma pero variaba el número de edición (el ISBN). Es entendible que el libro de geografía hubiera cambiado con la caída del muro de Berlín y el advenimiento de nuevos países, en los noventa, pero salvo Sudán, no sé qué más puede haber variado. Por otro lado, ¿las matemáticas? Que además viene en libros que parecen para párvulos, llenos de dibujitos, con las fórmulas resaltadas para vagos, que varíen ya es el colmo. Basta añadir a un colaborador más, que será el encargado de mover las cosas dentro del libro y añadir cuatro cositas, para que estés obligado a comprar otro.
Pero los libros, como la impresora que muere en la copia 18.000, están bajo el influjo del consumismo. Y no creamos que porque son libros caros, renovables y plenos de ilustraciones serán mejores que mis amados baldores. No, creo que nada logrará superar a unos libros que pasarán a la historia como los mejores en su especialidad. Pero las grandes editoriales sacan cuentas y encima te plantean el dilema de que gracias a la venta de libros escolares pueden mantener el negocio en pie y como yo adoro todos los libros, me siento culpable. Aunque mi culpabilidad no sea la suficiente como para desear que se imponga la moda en los profesores de mates y que utilicen el Baldor como libro de referencia. Como toda la vida, vaya.
(Entonces, tocaría desempolvar los baldores que andarán sumergidos en el fondo de la biblioteca familiar para darles un mejor destino)
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