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Tal como éramos...

La nube de humo había cubierto por completo aquella ciudad que pronto sería apenas una imagen en la memoria. Sentados vis a vis en esa plaza cercana a su casa, le pedí que me esperara, que yo volvería en dos años. Él me dijo que no, que temía que ya no aguantaría tanto y yo me puse a llorar y él recurrió a esa voz graciosa que siempre usaba para bajar el tono al drama y me aclaró que todos debíamos morir, que eso era lo natural y que, al menos, teníamos un gran recuerdo de nuestra amistad. Terminamos la tarde y volvimos a su casa charlando de temas frugales, tratando de no enfrentar la verdad.
Cuando una persona a la que te han unido tantas historias, tan esenciales y fundamentales en tu vida, tiene los días contados, las charlas toman unos rumbos de diseño. Cada palabra en su sitio, cada coma con su norma, cada adjetivo con su sustantivo, cada adverbio con su verbo, cada sonrisa, cada abrazo, cada despedida... ocupando el espacio tiempo necesario para que nada sobre.
Pero hete aquí que, sin haberlo siquiera pensado, volví un año después y como un juego del destino aparecí en su casa. Esta vez, el sol brillaba y jugaba el Barça-Madrid, y ambos perdimos (ganó el Madrid), poniéndole un toque circunstancial a mi visita. Días después, cuando tocó regresar a Madrid, me di cuenta que sería la despedida definitiva pero le di un adios hebdomadario, como si para resolver la distancia bastara  una llamada.
Y llegó el día. Esa semana fatídica yo había perdido dos amigos de forma voluntaria. Como ceniza de papel aplastada en la mano a la que soplas y se va, en un acto de simple comprensión del final de las historias, decidí borrarlos de mi facebook, de mi correo electrónico, de mi twitter, del skype, es decir, de mi vida. Ya ellos habían desertado hacía tiempo, aunque yo le había puesto múltiples coartadas al desamor. Pero, finalmente decidí darle una tregua a la ceguera y parquearlos en las hemerotecas de mi memoria, archivados con recuerdos hermosísimos pero caducados.  Justo esa semana y con ese duelo a cuestas vino el más grande, la marcha definitiva de mi amigo, del fiel de mi balanza, mi pepito grillo, mi mentor. El testigo de mi crecimiento, el disolvente de mi tristeza, la mano cálida que me dio soporte en esos instantes críticos de muerte, de ausencia, de dudas, de soledad... El maestro, el amigo, el eco...
Hace unos días, mientras mi hija pateaba las calles de Berlín descubriendo una ciudad que fue la síntesis de un siglo, yo pensaba que ni mejor, ni peor, qué diferente había sido nuestra juventud. Nosotrxs conjugábamos los verbos en primera persona del plural. Siempre. Es decir, no te salvas tú o yo, nos salvamos todos o nadie. La solidaridad, la empatía, la utopía de un mundo mejor, eran nuestro écran y todo lo que hacíamos iba en ese sentido. Pero los jóvenes de ahora y gracias al entorno salvaje que les ha tocado vivir, enarbolan el sálvate tú, si puedes. Mejor o peor, ellos avanzan de una manera alejada a la nuestra.
Mientras ellos, habitantes de un futuro que no nos corresponde, viven su presente cuajado de planes, los de mi generación lloramos la ausencia del amigo amado, aquel con el que alguna vez soñamos que transformaríamos las cosas, con el que cantamos a Piero, a Silvio y Pablo; con el que reímos, pensamos, actuamos, trabajamos, pintamos, creamos... Una ausencia que desportilla el otrora granítico nosotros y que nos deja con la sensación de una soledad infinita e insalvable... Memories light the corners of my mind, misty water-colored. Memories of the way we were...

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