Por cuestiones de seguridad, dado el peligro de nuestra aún provinciana ciudad, Silvio y Vicente estarían apenas unas horas. Llegarían, actuarían, dormirían en una casa en las afueras y al día siguiente, se marcharían raudos y veloces. No fuera que dejaran la piel en nuestra conservadora city. Cuando estaban a punto de llegar, fuimos todos los miembros de la federación a esperarlos al aeropuerto El trompillo. Como yo era la única chica del grupo, a alguien se le ocurrió la brillante idea de que subiera al avión y les diera la bienvenida. Funesta idea. Mientras yo caminaba hacia la nave iba pensando en cómo los reconocería, si apenas había visto esta foto de Silvio, que es la del disco Unicornio, que como veréis no es muy reveladora: sólo se puede percibir un grueso bigote y el resto una pura sombra. Pero finalmente, rascando en mi memoria, sería mi única referencia. Ahora, resulta fácil reconocerlo en cualquier sitio pero en esas épocas, cuando teníamos prohibido expresamente en el pasaporte ir a Cuba, saber cómo era Silvio Rodriguez estaba únicamente reservado a los privilegiados que podían acceder a la isla. Prejuicio manda, por lo que, haciendo un esfuerzo mental, intenté definir cómo serían los cubanos, pero claro, los cubanos de la pelicula Lucía, es decir, barbados e informales, por lo que, pensé que Silvio y Vicente eran así. Subí al avión, dejando pasar a todos los que no tenían barba, (así se me colaron ellos), y fui derechito a un par de chicos barbudos y que portaban instrumentos musicales (¿violines?) y les dije: ¡Bienvenidos a Santa Cruz! Ellos, encantados, no dijeron nada y me acompañaron a la terminal del aeropuerto. Nada más llegar con mi precioso cargamento, me di cuenta que los chicos ya estaban conversando con los verdaderos Silvio y Vicente y cuando me vieron con mi par de artistas, se rieron a carcajadas porque, además, hablaban como lo que eran, uruguayos. Sé de buena fuente que esta anécdota ha amenizado más de una cena entre amigos, para los cuales sigo siendo carne de burla y con justa razón.
La noche fue hermosa, aunque Silvio habrá pensado que éramos cuatro gatos y encima, mudos: casi no conocíamos su repertorio. Después, nos fuimos a la casa donde dormirían, en las afueras, con la idea de conocerlos un poco más y que nos contaran cosas de la anhelada isla. Silvio no estuvo por la labor y se fue a dormir temprano. Realmente, prefiero pensar que estaba cansadísimo y no que su estrella le pesara demasiado. Con el que pasamos la noche charlando amigablemente fue con Vicente, que estuvo cálido y divertido, como me lo demostraría otras veces en las que se cruzaría en mi camino.
Años después, estuve en todos y cada uno de los conciertos de Silvio en Cuba, también en Madrid. No me perdí ninguno. Lo perseguí como fanática e, incluso, estuve en su casa. También pasé por etapas en las que no lo soportaba, me parecía tan compartido, tan manoseado... Y volví a recuperarlo muchos años después, para permitirle acompañarme en estas tardes frías de un invierno que se va imponiendo en Madrid. Escuchar La Maza y recordar aquella vez que nos cantó, nos hipnotizó y nos enamoró, entre el sonido de los cucos, en una noche tropical y en un local de mala muerte, es sólo una etapa en este camino intransitable e infinito, en el cual las memorias vienen sin pedir permiso.
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