Veréis, cuando era pequeña el oficio de regente era, probablemente, uno de los más miserables. Se necesitaba una mezcla de pobre con algo de sicópata para acceder a él, ya que su cometido era bastante ruin. Consistía en castigar a los niñ@s que llegaban tarde -como si la culpa fuera de ell@s y no de sus mayores-, que se "portaban mal" -entrando en esta categoría cualquier ingenua travesura infantil- o que le faltaban el respeto a los adultos, que eran los únicos que podían faltar al respeto y hasta insultar a los niñ@s sin que se les moviera un pelo. Así de injusta era la infancia entonces. El castigo consistía en dar un reglazo, con una vara que medía unos ochenta centímetros, a los pequeños deditos agrupados en posición ubunto. No sólo aterraba el sonido, ¡plaf!, sino el dolor que entraba por las uñas, recorría velozmente todos los nervios hasta llegar al cerebro, mientras este cachorro de torturador de dictaduras te miraba sonriente y te ordenaba volver al aula.
No sé cuántos reglazos recibí en esa época ni los porqués, pero la imagen de este desgraciado no se me borrará nunca. La tengo instalada de serie, como el GPS, el volante multifunción o el IPod, de los coches de ahora.
Con esa reencarnación de Uriah Heep fuimos en paseo escolar a la fábrica de fósforos, después de haber visitado la de galletas, que tenía un nombre parecido al coche más caro de la historia: Ferrari Gezzi y por ello inolvidable y también por la de galletas y demás delicias que fuimos esquilmando a nuestro paso. Ya sabéis lo importante que es para los escolares visitar una fábrica. Y no estoy ironizando. Ver que todo es un proceso y que para llegar al resultado se deben pasar varias etapas, es una de las mejores lecciones que tiene que aprender un infante, para no ser un pequeño burgués frustrado de por vida.
Comenzamos el recorrido, como siempre, nada más bajar del autobús. Nos esperaba el "encargado" de la visita. Con él fuimos recorriendo las diferentes etapas que convierten un pedazo de madera en el encargado de dar el fuego al mundo. Ese humilde artilugio ha jubilado a las piedras para darnos uno de los elementos más maravillosos de la naturaleza. Ya sólo esta referencia debería servirnos para honrarlo siempre. Pero algo no funcionaba bien para nosotr@s, niñ@s clasemedieros tirando para abajo, acostumbrados a reutilizar las cerillas para encender una vez y luego extender el fuego a las otras hornillas en una labor de reciclado primigenia y necesaria, no para el medio ambiente, sino para nuestra oprimida economía familiar: las cerillas que estaban un poco fuera del estándar (esa palabra que tantos deshechos ha generado en el mundo), salían expelidas y se iban agrupando en los costados, haciendo pequeños montoncitos de nostradamus de las cerillas. Con toda nuestra ingenuidad infantil, tratamos de salvarlas de la quema -y nunca mejor dicho-, metiéndolas en los bolsillos del mandil (la horrible prenda que nos identificaba a las escolares) y cuando éstos habían alcanzado el máximo recurríamos a los bolsillos del pantalón. Creyendo que salvábamos a las deformes, a las incompletas, a las torcidas, a las que tenían la cabeza muy chiquita o muy grande, salimos de allí con los bolsillos llenos.
Una vez terminada la visita, afuera nos esperaba una suerte de comité disciplinario: el horrible regente y el encargado de la visita que nos miraban con una mirada mezcla de recelo, represión y auténtico asco. El responsable de darnos el discurso fue, obviamente, el personajillo en cuestión. Nos dijo: "los obreros de la fábrica se han quejado porque ustedes han recogido cientos de cerillas y las han metido en los bolsillos". Hasta aquí todo bien. Me parecía lógico porque en la práctica no habíamos hecho nada más que apropiarnos del trabajo ajeno, sin todavía ser empresarios. Claro que esos obreros no eran conscientes todavía de quién era el que realmente les robaba lo trabajado. Hasta aquí, el discurso era sonrojante y justo. Pero el fulanito siguió y nos dijo algo que no creo que ninguno de los niñ@s que estábamos allí lo hubiera creído: "los fósforos que han metido en los bolsillos, no están terminados. Es decir, les falta un componente, por lo cual pueden encenderse y quemarles la ropa y luego el cuerpo". Sí, ya, y nosotr@s nacimos ayer. No me reí, nomás, por temor al reglazo. Lo siguiente fue pedirnos que devolviéramos lo malamente apropiado, sin que hubiera represalias por ello. Y así fue: uno a uno, los niños y niñas fueron vaciando sus bolsillos en el centro del ruedo, formando una montaña con las cerillas maltrechas. Salvo una persona que se mantuvo impertérrita y que, como el americano impasible de la novela, miró cómo sus compañeros se deshacían del casual tesoro con una inexpresividad y un autocontrol que envidiaría para sí el más avezado de los espías.
No sólo me quedé con los cientos de cerillas que utilizaríamos/reciclaríamos en casa durante meses, sino con un montoncito de etiquetas, una de las cuales aún conservo y que ilustran este recuerdo.
Porque para gente como yo, que nunca ha poseído grandes cosas, un pequeño papel que te ancla a un retazo de memoria de infancia, es un auténtico tesoro. Más si además es el testigo de cómo burlaste la burda autoridad de un personaje con complejo de napoleón pigmeo que sólo quería ser reyezuelo de un grupo de niñ@s aterrorizados... (por otro lado, ¿cómo tomar en serio a alguien que trabaja en una fábrica que tiene a un duende como mascarón de proa?)
Punto para mí.
Comentarios
Yo conoci la fabrica de fosforos en los anos 80. Algunas acotaciones anecdoticas a tu excelente nota:
1- La fabrica era estatal - Un intento de la Revolución Nacional por industrializar el país. - Cualquier sustracción de material podia ser tipificado como dona económico directo al Estado.
2- La calidad de los productos nunca fue suficiente para satisfacer los requerimientos de los usuarios: Un comentario de un campesino chuquisaqueno: cuando sobreviene un "Suraso" fuerte, estos fósforos no encienden"
3- Me parece que en los primeros anos, los palitos eran importados. Con "gran esfuerzo" se hizo el cambio a palitos nacionales de aliso, a fines de los anos 60.
4- Las instalaciones de Villa Fatima daban la impresión de precariedad y pobreza
5- Algunos gerentes de la FNF construyeron importantes residencias en la zona Sur y tuvieron algún excedente para llevar una vida social mas o menos satisfactoria.
6- La mentalidad de los hijos de estos gerentes advino completamente alienada. Sus relaciones de jóvenes ya eran normales para los chicos de la zona sur de La Paz y cuando tuvieron que escoger novio y residencia, optaron por los EEUU de América.
CONCLUSION: El emprendimiento de la Fabrica Nacional de Fósforos resulto negativo para el país en varios aspectos: económico, tecnológico, social y cultural (un fracaso mas).
Cordiales saludos,
Dante