No me aporta nada, me dijo, imbuido en su filosofía de veinteañero. Estábamos sentados en un banco de la capilla del tanatorio asistiendo al homenaje de su abuelo. Habían traído el ataúd y le habían quitado la tapa para que quien quisiera pudiera acercarse y verlo y tocarlo por última vez, algo que hicieron todos los parientes cercanos excepto mi amigo. Le pregunté si quería que lo acompañara, tal vez necesitaba apoyo emocional, y me lanzó la terminante respuesta dando por concluido el dilema, esencialmente porque no existía.
Esto ocurrió una semana antes de que decidiera de forma muchísimo más fácil que dejar de fumar, retirarme voluntariamente del Facebook. Veréis. Disfrutaba cada día de la red social a la que dedicaba un promedio de dos horas como mínimo. Empecé tarde, en 2009, cuando ya todos hablaban de ella. Al comienzo, tímidamente porque pensaba que a nadie podía interesarle mi opinión. Luego, empecé a escribir en mi muro y a opinar en otros. Busqué a mis viej@s amig@s, a las compis de colegio, de las diferentes universidades, de los diferentes trabajos, de los seminarios, talleres, grupos, partidos en lo que participé. Y fueron sumando. También le pedía a la gente con la que coincidía en algún debate de algún periódico en algún tema, con el riesgo añadido de que nuestros puntos convergían en ese pero divergían en otros. Y los contactos fueron sumando hasta pasar los novecientos, de los cuales debo conocer en persona, apenas unos cien.
Durante estos largos años en la red aprendí muchísimo y todo lo que hice lo hice con el mayor placer. Siempre convencida de que si las cosas se hacen con desagrado es mejor no hacerlas. Le di Me gusta a todas las entradas que veía como una confirmación de que las había leído más que por denotar aprobación. Luego Facebook evolucionaría y nos pondría otras expresiones, y últimamente han añadido la flor que implica agradecimiento. Aprendí a discutir, recuperé la retórica y me propuse no usar ni abusar de las falacias, aunque confieso que alguna vez las utilicé a consciencia sólo por incordiar al contrario cuando me daba cuenta que había puesto el piñón fijo y que ni el mejor y más documentado argumento podría hacerle cambiar de idea. Y es que la inmensa mayoría de las personas no lo hace, tienen el cerebro amueblado con un estilo de muebles hasta la tumba. Esto me lo hizo notar un periodista que al parecer leía mis entradas sobre el burkini. Yo había compartido un meme ridículo en el que comparaba el burkini con la depilación de las mujeres en occidente. Él compartió un artículo de una feminista, de las que viven allá y que consideraba que si nosotras, las feministas occidentales, dábamos por bueno el uso de esta prenda, en la práctica estábamos traicionándolas a ellas, que incluso iban presas por oponerse a esa expresión machista disfrazada de libertad para elegir. Yo había sido la única en reconsiderar mi criterio en base a un mejor argumento. Y él me lo dijo, sorprendido.
Otra de las cosas contra las que luché en esta etapa de mi vida, fue con las ganas de borrar a la gente que estaba en las antípodas de lo que yo pensaba. Trataba de que mi muro fuera una suerte de ágora en la que todos tuvieran cabida y se pudieran organizar debates sin otras armas que la palabra. Traté de no caer en el echo-chamber-effect, es decir, en el club que Grouxo Marx detestaba, en aquel en el que lo tuvieran de socio, en el cual todos te hacen la ola porque son copias auténticas de ti mismo. Por ello, siempre era yo la eliminada y muchas veces, incluso, bloqueada por gente a la que conocí de otras etapas de mi vida. Aunque debo reconocer que yo también eliminé a ciertas personas, pero el límite que había puesto era que me insultaran de cualquier manera.
Sobre todo porque me mantuve fiel a aquello que me enseñara Glauber Rocha: hay que ser antropófago cultural y comerte las mejores partes de tus enemigos. Y es que hasta el más disparatado comentario contiene algo de verdad, incluso la persona que crees que no tiene nada que ver contigo en algún momento te puede iluminar con una píldora de sabiduría que tú, por estar tan metido en la arena, eres incapaz de ver.
Pero me robó tiempo, tiempo para mí. Era mi ocio, es verdad, pero era un ocio muy absorbente. Y a veces, aunque no estuviera conectada, me quedaba pensando en el debate de turno. Perdiendo mi preciado tiempo porque, como dije líneas arriba, muchas veces no servía para nada. Y, además, me encebollaba el hígado.
Y, sí, sé que todo lo que hacemos en las redes sociales sólo sirve para enriquecer más a los dueños de las mismas. Cada Me gusta, cada sentimiento, cada opinión, cada foto o actividad que compartimos, luego es indexada, clasificada y vendida para diferentes objetivos. Lo hacemos con placer y conscientes de ello y aún así seguimos haciéndolo.
Como no sirve de nada arrepentirse del pasado porque no lo vamos a cambiar, lo único que podemos hacer es decidir el presente y el futuro. Y yo he decidido. Sobre la base de la pregunta ¿Qué me aporta? paso a medir todo. Desde las amistades hasta las actividades, pasando por lo que quiero hacer con mi ocio. Y eso pasó por definir si seguía invirtiendo mi tiempo en enterarme lo bien o mal que lo pasa gente que no conozco o conozco poco; en conocer lo que opinan o dejan de opinar sobre determinado tema; en que me elijan lo que quiero leer; en largas discusiones que no llegan a nada; en participar en los linchamientos o al menos intentar paliarlos; en gastar la batería de mi teléfono; en destrozarme la vista... y un largo etcétera. Y de forma muy natural, me planteé no abrir el Facebook ese sábado y lo conseguí sin despeinarme. Y de pronto, mi día tuvo una dimensión enorme, como una hojita blanca a la que podía llenar como quisiera.
No he eliminado mi perfil porque entro a ver algunos de los grupos, de los que me iré descolgando poco a poco. Mantengo una página que creé casi al final y que me gusta mucho. Pero ya no leo los muros de nadie, ya no doy Me gusta a nada, no opino y no caigo en la tentación de hacer roll on y ver lo que hay. Ya no me interesa. Y sigo queriendo a mucha de la gente que está ahí, sigo admirando a quien se merece, creo que hay gente muy valiosa, pero ya no me hace falta verlos cada vez. Ya no me aporta nada.
Y es que si yo hubiera podido fumar sólo dos cigarrillos al día nunca lo hubiera dejado. Y el Facebook está lejos de tener el efecto que tenía fumarse un buen pucho con un café y una charla amiga. Por ello no cuesta nada abandonarlo, no tiene ni síntoma de abstinencia, ni aumentas de peso. Y con entrar de vez en cuando, ya te vale.
Todo ventajas 😀.
Esto ocurrió una semana antes de que decidiera de forma muchísimo más fácil que dejar de fumar, retirarme voluntariamente del Facebook. Veréis. Disfrutaba cada día de la red social a la que dedicaba un promedio de dos horas como mínimo. Empecé tarde, en 2009, cuando ya todos hablaban de ella. Al comienzo, tímidamente porque pensaba que a nadie podía interesarle mi opinión. Luego, empecé a escribir en mi muro y a opinar en otros. Busqué a mis viej@s amig@s, a las compis de colegio, de las diferentes universidades, de los diferentes trabajos, de los seminarios, talleres, grupos, partidos en lo que participé. Y fueron sumando. También le pedía a la gente con la que coincidía en algún debate de algún periódico en algún tema, con el riesgo añadido de que nuestros puntos convergían en ese pero divergían en otros. Y los contactos fueron sumando hasta pasar los novecientos, de los cuales debo conocer en persona, apenas unos cien.
Durante estos largos años en la red aprendí muchísimo y todo lo que hice lo hice con el mayor placer. Siempre convencida de que si las cosas se hacen con desagrado es mejor no hacerlas. Le di Me gusta a todas las entradas que veía como una confirmación de que las había leído más que por denotar aprobación. Luego Facebook evolucionaría y nos pondría otras expresiones, y últimamente han añadido la flor que implica agradecimiento. Aprendí a discutir, recuperé la retórica y me propuse no usar ni abusar de las falacias, aunque confieso que alguna vez las utilicé a consciencia sólo por incordiar al contrario cuando me daba cuenta que había puesto el piñón fijo y que ni el mejor y más documentado argumento podría hacerle cambiar de idea. Y es que la inmensa mayoría de las personas no lo hace, tienen el cerebro amueblado con un estilo de muebles hasta la tumba. Esto me lo hizo notar un periodista que al parecer leía mis entradas sobre el burkini. Yo había compartido un meme ridículo en el que comparaba el burkini con la depilación de las mujeres en occidente. Él compartió un artículo de una feminista, de las que viven allá y que consideraba que si nosotras, las feministas occidentales, dábamos por bueno el uso de esta prenda, en la práctica estábamos traicionándolas a ellas, que incluso iban presas por oponerse a esa expresión machista disfrazada de libertad para elegir. Yo había sido la única en reconsiderar mi criterio en base a un mejor argumento. Y él me lo dijo, sorprendido.
Otra de las cosas contra las que luché en esta etapa de mi vida, fue con las ganas de borrar a la gente que estaba en las antípodas de lo que yo pensaba. Trataba de que mi muro fuera una suerte de ágora en la que todos tuvieran cabida y se pudieran organizar debates sin otras armas que la palabra. Traté de no caer en el echo-chamber-effect, es decir, en el club que Grouxo Marx detestaba, en aquel en el que lo tuvieran de socio, en el cual todos te hacen la ola porque son copias auténticas de ti mismo. Por ello, siempre era yo la eliminada y muchas veces, incluso, bloqueada por gente a la que conocí de otras etapas de mi vida. Aunque debo reconocer que yo también eliminé a ciertas personas, pero el límite que había puesto era que me insultaran de cualquier manera.
Sobre todo porque me mantuve fiel a aquello que me enseñara Glauber Rocha: hay que ser antropófago cultural y comerte las mejores partes de tus enemigos. Y es que hasta el más disparatado comentario contiene algo de verdad, incluso la persona que crees que no tiene nada que ver contigo en algún momento te puede iluminar con una píldora de sabiduría que tú, por estar tan metido en la arena, eres incapaz de ver.
Pero me robó tiempo, tiempo para mí. Era mi ocio, es verdad, pero era un ocio muy absorbente. Y a veces, aunque no estuviera conectada, me quedaba pensando en el debate de turno. Perdiendo mi preciado tiempo porque, como dije líneas arriba, muchas veces no servía para nada. Y, además, me encebollaba el hígado.
Y, sí, sé que todo lo que hacemos en las redes sociales sólo sirve para enriquecer más a los dueños de las mismas. Cada Me gusta, cada sentimiento, cada opinión, cada foto o actividad que compartimos, luego es indexada, clasificada y vendida para diferentes objetivos. Lo hacemos con placer y conscientes de ello y aún así seguimos haciéndolo.
Como no sirve de nada arrepentirse del pasado porque no lo vamos a cambiar, lo único que podemos hacer es decidir el presente y el futuro. Y yo he decidido. Sobre la base de la pregunta ¿Qué me aporta? paso a medir todo. Desde las amistades hasta las actividades, pasando por lo que quiero hacer con mi ocio. Y eso pasó por definir si seguía invirtiendo mi tiempo en enterarme lo bien o mal que lo pasa gente que no conozco o conozco poco; en conocer lo que opinan o dejan de opinar sobre determinado tema; en que me elijan lo que quiero leer; en largas discusiones que no llegan a nada; en participar en los linchamientos o al menos intentar paliarlos; en gastar la batería de mi teléfono; en destrozarme la vista... y un largo etcétera. Y de forma muy natural, me planteé no abrir el Facebook ese sábado y lo conseguí sin despeinarme. Y de pronto, mi día tuvo una dimensión enorme, como una hojita blanca a la que podía llenar como quisiera.
No he eliminado mi perfil porque entro a ver algunos de los grupos, de los que me iré descolgando poco a poco. Mantengo una página que creé casi al final y que me gusta mucho. Pero ya no leo los muros de nadie, ya no doy Me gusta a nada, no opino y no caigo en la tentación de hacer roll on y ver lo que hay. Ya no me interesa. Y sigo queriendo a mucha de la gente que está ahí, sigo admirando a quien se merece, creo que hay gente muy valiosa, pero ya no me hace falta verlos cada vez. Ya no me aporta nada.
Y es que si yo hubiera podido fumar sólo dos cigarrillos al día nunca lo hubiera dejado. Y el Facebook está lejos de tener el efecto que tenía fumarse un buen pucho con un café y una charla amiga. Por ello no cuesta nada abandonarlo, no tiene ni síntoma de abstinencia, ni aumentas de peso. Y con entrar de vez en cuando, ya te vale.
Todo ventajas 😀.
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