Tu historia se parece a la de miles de gatos, otrora
mascotas, dejados en cualquier sitio por
equisyeozeta razones. Apareciste en el parking de la colonia, negro, negrito,
horrorizado porque no entendías por qué un día estabas feliz con una familia y
al otro te encontrabas librado a tu suerte, rodeado de amenazantes coches o
niños con ganas de pasar un rato divertido maltratando a los animales. Pronto
nos dimos cuenta que eras muy manso y que, evidentemente, se trataba de un abandono.
Te acercabas a nosotras e intentabas conquistarnos con tus roces y maullidos.
Te bauticé con el nombre de Coné en homenaje al personaje de mi infancia, el
sobrino de Condorito, una revista chilena muy graciosa donde se reflejaban los
chistes que me acompañarían siempre. Uno de ellos relataba la vez que Condorito
decide bautizar a su sobrino. Cuando el cura le pregunta el nombre, él le dice:
Ugenio, padrecito. El Padre le corrige, con é. Y él insiste, Ugenio, padrecido.
No, Condorito, vuelve a corregir, es con é. Y Condorito decide llamarle Coné.
Me parecía un nombre único que nunca se me había ocurrido utilizar.
Pero casi nunca venías cuando te llamábamos así, a veces
llegué a creer que pensabas que te llamabas “Ven”, porque eras muy obediente y
venías corriendo cuando yo te lo decía. Y cuando veía a muchos niños, te decía: ¡corre por tu vida! Y corrias, claro.
Y es que eras mi inseparable compañero de tardes en la
colonia. Durante los tres años que viviste allí, yo solía llegar y eras el
primero al que alimentaba y el que más comía. Luego te llamaba y aunque temías
a las personas que van a este centro deportivo, te sentías seguro conmigo, sabías
que siempre te iba a defender –ya lo había hecho numerosas veces de la gente
que temía a los gatos negros- y corrías a mi lado como un perrito faldero.
Había una relación muy directa entre tú y yo, nos comunicábamos, nos
entendíamos. Luego, cuando le daba de comer a los del polideportivo y me
sentaba en el banco que está al lado de la fuente, tú venías y te ponías encima
de mí. Era cuando te acariciaba y te llamaba hijo y era como si entendieras que
sí lo eras. Yo así lo sentía.
Cuando te llevamos a la veterinaria para esterilizarte,
apoyaste tu cabecita en las manos de todas las que estábamos allí y la doctora
lo interpretó como la necesidad que tenías de tener una casa y que querías que
alguna de nosotras te llevara consigo.
Pasaba el tiempo y yo veía que, a pesar de la dureza de
vivir en la calle, en ese sitio tú estabas bien, libre y con posibilidades de
recorrer kilómetros sólo dentro de la manzana que ocupa el espacio deportivo.
Te gustaba correr y subir a los árboles por ello consideraba que sería una
tortura encerrarte en un espacio pequeño. Luego este argumento me pasaría
factura.
En diciembre, decidí traerme a otro de los gatos mansos y
fue como se inaugurara un quiebre para mí. Me sentía injusta dejándote allí
pero no podía materialmente ofrecerte nada mejor. Y fue como si te hubieras
dado cuenta.
Tu presencia era importante para todos los que fungimos de
alimentadores, te queríamos y nos preocupaba tu bienestar. De esta manera,
hacíamos y lo seguimos haciendo, un inventario de si habíamos visto a uno o a
la otra. En todos estos años de hacer seguimiento a los gatos de allí, hemos
visto desaparecer a muchos, tal vez aplastados entre las ruedas de los coches o
envenenados, como ocurrió con la mami. Cuando están muy enfermos y la muerte es
inminente, tratamos de que sea lo más compasiva posible, que fue lo que hicimos
con la gata que vivía en el mismo lugar que tú, Carey.
El 14 de febrero, una amiga mía quería conocer la colonia y
quiso ir conmigo. Durante la caminata yo iba contándole aspectos de tu carácter
y diciéndole que le encantaría conocerte. Cuando llegamos, ya me mosqueó que no
estuvieras esperando como lo hacías todos los días. Llamé a Rubén, el
alimentador del día anterior y él me dijo que sí habías estado el día lunes.
Alguna vez me pasó que te encontré arriba cuando ya me iba y era el mínimo de
esperanza que tenía. No estuviste.
Entre todos te buscamos esa noche, al día siguiente, de
noche y de día. Fuimos por todos los sitios en los que podríamos encontrarte,
incluso a otras colonias vecinas. Nada. Desapareciste sin dejar rastro. Eras sólo
un gato negro para mucha gente. Para mí, eras mi hijo peludo.
Unas semanas después, mi hija fue a correr alrededor del
parque y fue testigo del atropello y aplastamiento de la gata de otra colonia.
Eran las 6 de la mañana y ella y otro gatito estaban jugando en la calle cuando
un coche, sin siquiera bajar la velocidad, pasó por encima del animal. Mi hija
la recogió muy herida y agonizó en sus brazos. Fue cuando tuve una epifanía:
probablemente ese había sido tu final... Me queda solamente esperar que una mano amiga te
hubiera asistido en tus últimos instantes y que no te hubieran tratado como a una
basurita.
Pero no te olvido. Siempre que voy a la colonia, me siento en
el banco aquel y te recuerdo. La gente cree que invertimos demasiado amor en
los animales y es porque seguramente no han entendido que el amor con amor se
paga… Mi amado amigo, mi querido hijo, mi Coné…
(mi hija había hecho un video en enero tomándote como
protagonista, no he podido volver a verlo y también me ha costado escribir
esto, pero no podía dejarte en el olvido)
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