14.7.17

Coné




Un día como hoy hace seis meses, con tu desaparición, se inauguró la zozobra en mi vida. Asimilé entonces lo que decían las madres de los desaparecidos: que la desaparición era peor que la muerte porque implicaba el vilo permanente pensando en si sus hijos sufren de hambre, sed, frío o soledad.

Tu historia se parece a la de miles de gatos, otrora mascotas, dejados en cualquier sitio  por equisyeozeta razones. Apareciste en el parking de la colonia, negro, negrito, horrorizado porque no entendías por qué un día estabas feliz con una familia y al otro te encontrabas librado a tu suerte, rodeado de amenazantes coches o niños con ganas de pasar un rato divertido maltratando a los animales. Pronto nos dimos cuenta que eras muy manso y que, evidentemente, se trataba de un abandono. Te acercabas a nosotras e intentabas conquistarnos con tus roces y maullidos. Te bauticé con el nombre de Coné en homenaje al personaje de mi infancia, el sobrino de Condorito, una revista chilena muy graciosa donde se reflejaban los chistes que me acompañarían siempre. Uno de ellos relataba la vez que Condorito decide bautizar a su sobrino. Cuando el cura le pregunta el nombre, él le dice: Ugenio, padrecito. El Padre le corrige, con é. Y él insiste, Ugenio, padrecido. No, Condorito, vuelve a corregir, es con é. Y Condorito decide llamarle Coné. Me parecía un nombre único que nunca se me había ocurrido utilizar.

Pero casi nunca venías cuando te llamábamos así, a veces llegué a creer que pensabas que te llamabas “Ven”, porque eras muy obediente y venías corriendo cuando yo te lo decía. Y cuando veía a muchos niños, te decía: ¡corre por tu vida! Y corrias, claro.

Y es que eras mi inseparable compañero de tardes en la colonia. Durante los tres años que viviste allí, yo solía llegar y eras el primero al que alimentaba y el que más comía. Luego te llamaba y aunque temías a las personas que van a este centro deportivo, te sentías seguro conmigo, sabías que siempre te iba a defender –ya lo había hecho numerosas veces de la gente que temía a los gatos negros- y corrías a mi lado como un perrito faldero. Había una relación muy directa entre tú y yo, nos comunicábamos, nos entendíamos. Luego, cuando le daba de comer a los del polideportivo y me sentaba en el banco que está al lado de la fuente, tú venías y te ponías encima de mí. Era cuando te acariciaba y te llamaba hijo y era como si entendieras que sí lo eras. Yo así lo sentía. 

Cuando te llevamos a la veterinaria para esterilizarte, apoyaste tu cabecita en las manos de todas las que estábamos allí y la doctora lo interpretó como la necesidad que tenías de tener una casa y que querías que alguna de nosotras te llevara consigo. 

Pasaba el tiempo y yo veía que, a pesar de la dureza de vivir en la calle, en ese sitio tú estabas bien, libre y con posibilidades de recorrer kilómetros sólo dentro de la manzana que ocupa el espacio deportivo. Te gustaba correr y subir a los árboles por ello consideraba que sería una tortura encerrarte en un espacio pequeño. Luego este argumento me pasaría factura. 

En diciembre, decidí traerme a otro de los gatos mansos y fue como se inaugurara un quiebre para mí. Me sentía injusta dejándote allí pero no podía materialmente ofrecerte nada mejor. Y fue como si te hubieras dado cuenta.

Tu presencia era importante para todos los que fungimos de alimentadores, te queríamos y nos preocupaba tu bienestar. De esta manera, hacíamos y lo seguimos haciendo, un inventario de si habíamos visto a uno o a la otra. En todos estos años de hacer seguimiento a los gatos de allí, hemos visto desaparecer a muchos, tal vez aplastados entre las ruedas de los coches o envenenados, como ocurrió con la mami. Cuando están muy enfermos y la muerte es inminente, tratamos de que sea lo más compasiva posible, que fue lo que hicimos con la gata que vivía en el mismo lugar que tú, Carey.

El 14 de febrero, una amiga mía quería conocer la colonia y quiso ir conmigo. Durante la caminata yo iba contándole aspectos de tu carácter y diciéndole que le encantaría conocerte. Cuando llegamos, ya me mosqueó que no estuvieras esperando como lo hacías todos los días. Llamé a Rubén, el alimentador del día anterior y él me dijo que sí habías estado el día lunes. Alguna vez me pasó que te encontré arriba cuando ya me iba y era el mínimo de esperanza que tenía. No estuviste. 

Entre todos te buscamos esa noche, al día siguiente, de noche y de día. Fuimos por todos los sitios en los que podríamos encontrarte, incluso a otras colonias vecinas. Nada. Desapareciste sin dejar rastro. Eras sólo un gato negro para mucha gente. Para mí, eras mi hijo peludo.

Unas semanas después, mi hija fue a correr alrededor del parque y fue testigo del atropello y aplastamiento de la gata de otra colonia. Eran las 6 de la mañana y ella y otro gatito estaban jugando en la calle cuando un coche, sin siquiera bajar la velocidad, pasó por encima del animal. Mi hija la recogió muy herida y agonizó en sus brazos. Fue cuando tuve una epifanía: probablemente ese había sido tu final... Me queda solamente esperar que una mano amiga te hubiera asistido en tus últimos instantes y que no te hubieran tratado como a una basurita.

Pero no te olvido. Siempre que voy a la colonia, me siento en el banco aquel y te recuerdo. La gente cree que invertimos demasiado amor en los animales y es porque seguramente no han entendido que el amor con amor se paga… Mi amado amigo, mi querido hijo, mi Coné…

(mi hija había hecho un video en enero tomándote como protagonista, no he podido volver a verlo y también me ha costado escribir esto, pero no podía dejarte en el olvido)

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