29.11.19

Fígaro, Figaredo



El día en que murió Linda, la gata molona de mi hija mayor, ella decidió que nada la reemplazaría y que no quería otra gata. Lo entendimos. Era muy pequeña para asimilar la pérdida de ese pequeño ser que tanto amaba. Además, teníamos otros tres gatos y lo cierto es que ya nos parecían suficientes.
Pero las determinaciones en las niñas pequeñas duran muy poco, así que pronto reclamó traer a casa otra gatita para "rellenar" el hueco que había dejado Linda. 

No fue difícil encontrar a una persona que tuviera gatitos. En este caso, era una mujer que dejaba entrar a parir a las gatas callejeras a su casa: tenía disponibles unos 20 cachorros.  Allí fuimos con las dos niñas.  Mi hija mayor eligió a la que pronto se llamaría Manchitas, de forma definitiva, después de pasar por varios nombres; y mi hija pequeña, como se quedó mirando a los gatitos como miran las vacas el césped que no pueden comer porque se encuentra del otro lado de la cerca, le dije: escoge tú otro. Ella, que era muy pequeña pero entendía que esta decisión provocaría una reacción airada de su padre puesto que llegaríamos a la cifra de cinco gatitos, me lo expresó preocupada, que qué pensaría papá. Yo le dije, escoge, de papá me encargo yo. 

Eligió a un gatito negro con la barriguita y la punta de la cola blancos. Como en esos días solíamos ver mucho el corto de Disney sobre un gatito llamado Fígaro y un pez llamado Cleo, que era exactamente igual al que llevábamos, el nombre estaba cantado.

Durante el viaje de vuelta, Fígaro desapareció en el abrigo de mi hija pequeña y la otra, Manchitas, no dejó de llorar la ausencia de su madre. Eran dos gatitos de diferentes madres y que no tenían en la impronta el roce humano, lo que haría que fueran esquivos toda su vida, a pesar de nuestros esfuerzos.

Todavía hoy recordamos la llegada de nuestra hija pequeña con el gatito escondido en el abrigo para evitar que su padre la viera. Pero como tienen un padre que hizo de la complacencia a sus hijas parte de su oficio, Fígaro entró como Pedro por su casa. 

Pero eran muy pequeños y, tengo la impresión de que la separación de sus sendas madres fue traumática, por lo que no tenian la impronta del roce humano. Fígaro se refugió entre las patas de otro de nuestros gatos amados, Arturo, que lo acogió como un hijo y hasta se dejaba mamar como si fuera una madre. Pensamos que al crecer, Fígaro perdería esa costumbre, pero no, lo hizo hasta que Arturo enfermó y ya no toleraba que nadie lo tocara. Cuando murió este su padre/madre gatuno, pensamos que Fígaro lo seguiría, pero los animales asumen la muerte de forma más natural que los humanos, no tienen ese temor que nos provoca la religión o la cultura. 

Como Fígaro sentía la necesidad de apegarse a cualquier otro animal, eligió al pater familis para reemplazar a Arturo. Ya nunca más separaría de él. Era definitivamente "su" gato. Como él trabaja de noche, lo esperaba a que llegara para dormir pegadito a él. Le hablaba y le expresaba todo su amor. Era un poco pesado porque solía darle golpes en la mano para que lo acariciara. Así labraron una relación humano - gato ejemplar.

Desde hace un par de años, Fígaro empezó a manifestar los típicos achaques de la edad, pero durante este año 2019, recordado por ser uno de los peores (Negrito había muerto en enero), empezó a decaer: procesaba mal la proteína y sus riñones iban fallando. Le dábamos comida especial pero, no obstante, empeoró durante todo el año. Una noche de agosto en que habíamos decidido salir a tomar unas cervezas, al volver lo encontramos empapado. Normalmente no se dejaba tocar, podía defenderse con uñas y dientes y dejarte marcado, pero sabíamos que estaba enfermo porque bajaba la guardia. Esa noche se dejó alzae por mí sin reaccionar. Lo cogí en brazos y me di cuenta que tenía las pupilas demasiado dilatadas, había quedado ciego en nuestra ausencia. Probablemente le había dado un ictus y le afectó a la vista. Tuvimos que acostumbrarnos a vivir con un no vidente y tratamos de facilitarle la vida.

Al comienzo, su vida en oscuras fue muy traumática para él pero empezó a acostumbrarse y a controlar el espacio mucho más rápido de lo que haría un ser humano.

Cuando pasaba por la crisis de su enfermedad, se convertía en un vagabundo errante. A cualquier hora. Daba muchísima pena, pero a mí me parecía que no eran razones suficientes para eutanasiarlo. A su amigo humano tampoco le parecía hacerlo.

Una vez, yo propuse dormirlo cuando su protector volviera de un viaje. Ese día yo habia tenido que ausentarme del trabajo porque no había pegado ojo con el gato errante. Por lo que, ya había hecho el plan, con horas y protagonismos. Era septiembre. Pero su amigo humano decidió esperar y yo me daba cuenta que tomar esa decisión, aunque somos contrarios al sufrimiento, era una de las cosas más difíciles de su vida. 

Pero él siguió empeorando hasta incluso dejar de comer. Y se fue apagando como una velita.

Hasta que el 3 de noviembre finalmente decidió abandonarnos. Era un domingo posterior a un puente, no había veterinarios cerca y una amiga veterinaria a la distancia me dijo que si no veía sufrimiento que lo dejara marcharse abrigadito y en compañía. Eso hice. Lo puse en el sofá, tapadito con unas mantitas y le hice saber que ya había hecho suficiente y que podía marcharse. Nos dejó definitivamente de noche. 

Al día siguiente, lo enterré al lado de sus amigos Negrito y Bebé, para que jueguen juntos en ese hermoso jardín lleno de flores...

(A la siguiente semana, murió repentinamente Blaky, el gato de mi amiga Mónica. Lo enterramos a su lado) 


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