No tengo pueblo. Por lo tanto, tampoco coche. Estos mínimos definen una forma de vida en Madrid. Para moverme utilizo el transporte público, que no es rápido y, a veces, tampoco cómodo. En verano puedes morir de congelamiento en los autobuses y en invierno conviene no sentarse en los asientos para bobos de atrás porque puedes salir con quemaduras de primer grado. El metro es tu mejor amigo, porque además te permite avanzar en tus lecturas. A veces te encuentras maldiciendo haber llegado a tu destino porque no has terminado el capítulo, pero es parte de la aventura. Una de tus formas preferidas de moverte es, obviamente, a pie. Así, vas conociendo al detalle una ciudad que te viste con la comodidad de un calzado24horas: edificios bajitos, huellas de paso de perros por todas partes y ancianos que van a cámara lenta.
Cuando no tienes dónde escapar haces de tu barrio, tu territorio, tu pueblo. Tu calle es la avenida central, la iglesia tu catedral y hasta tienes ayuntamiento sin alcalde. Conoces al dedillo qué calle es la paralela a ésta, a la otra y a la de más allá, cuál la perpendicular y cuál la avenida más próxima. Qué bocas de metro te rodean y qué autobuses te circundan. Cuál es tu farmacia preferida y tu panadería recomendada. Eres capaz de saludar al frutero por su nombre y preguntarle al carnicero si su mujer salió bien de la operación. Gastas las tardes veraniegas en la piscina más cercana y tienes amigos que sólo encontrarás allí el próximo año con un frasco de protector solar en la mano. Vas a la gimnasia que te proporciona a precio módico la comunidad en algún centro deportivo. Los fines de semana llevas a tus hijos/as al parque más cercano y a veces te aventuras a salir al pueblo de al lado, que seguramente será otro barrio. Qué barata te sale la felicidad.
Cuando llegué a Madrid, la casualidad o el destino me regalaron un pedazo de pueblo llamado Chamberí. Mi calle de hermoso nombre me espera cuando salgo y me regala cada día un poco de la permancia de saber que siempre estará allí. Extiendo mi mano y puedo tocar con los dedos el colegio de mis hijas, la escuela oficial de idiomas, la piscina con sus gatos, el arbolado del oeste y los parques. En uno de ellos aprendió a caminar una de mis hijas y con ella, imagino, miles de niños que también aprendieron que la tierra se trasforma en otra cosa cuando la mezclas con agua, que montar en bicicleta es un problema de equilibrio y que el jazmín torcido de la entrada aguanta a más de un niño/a en sus brazos.
Ese parque se llama Santander y siempre fue el oasis de la infancia en un territorio rodeado de cemento. Un día, al gracioso presidente de la comunidad de entonces se le ocurrió la idea de ampliarlo y, no puedo negarlo, nos alegró a todos, porque ello implicaba incluir el helipuerto y agrandar considerablemente las fronteras de lo socialmente útil. Pero en alguna parte, este proyecto se torció y ahora nos van a poner un campo de golf. No uno grande, sino ese tipo de golfillo que hace que las personas que lo practiquen se diviertan tirando pelotas muertas. Nada de estanque, ni de zonas arboladas, el césped será de plástico y seguiremos sin tener dónde pasear en bicicleta. La historia de otra oportunidad perdida.
Tanta cháchara viene a que todos los lunes veo a doña Espe a la salida de la peluquería. Rodeada de gorilas entra a la pelu más cara de la zona (después dice que no le alcanza su salario) y sale con ese airecillo sonriente. Entonces me entran ganas de decirle las cosas que voy rumiando cada día, pero me las guardo porque todavía no hemos llegado al nivel de resolver las cosas a gritos y a insultos. Al menos no nosotros.
Veremos qué pasa cuando inauguren el campo de golf. Igual cambio de idea.
Cuando no tienes dónde escapar haces de tu barrio, tu territorio, tu pueblo. Tu calle es la avenida central, la iglesia tu catedral y hasta tienes ayuntamiento sin alcalde. Conoces al dedillo qué calle es la paralela a ésta, a la otra y a la de más allá, cuál la perpendicular y cuál la avenida más próxima. Qué bocas de metro te rodean y qué autobuses te circundan. Cuál es tu farmacia preferida y tu panadería recomendada. Eres capaz de saludar al frutero por su nombre y preguntarle al carnicero si su mujer salió bien de la operación. Gastas las tardes veraniegas en la piscina más cercana y tienes amigos que sólo encontrarás allí el próximo año con un frasco de protector solar en la mano. Vas a la gimnasia que te proporciona a precio módico la comunidad en algún centro deportivo. Los fines de semana llevas a tus hijos/as al parque más cercano y a veces te aventuras a salir al pueblo de al lado, que seguramente será otro barrio. Qué barata te sale la felicidad.
Cuando llegué a Madrid, la casualidad o el destino me regalaron un pedazo de pueblo llamado Chamberí. Mi calle de hermoso nombre me espera cuando salgo y me regala cada día un poco de la permancia de saber que siempre estará allí. Extiendo mi mano y puedo tocar con los dedos el colegio de mis hijas, la escuela oficial de idiomas, la piscina con sus gatos, el arbolado del oeste y los parques. En uno de ellos aprendió a caminar una de mis hijas y con ella, imagino, miles de niños que también aprendieron que la tierra se trasforma en otra cosa cuando la mezclas con agua, que montar en bicicleta es un problema de equilibrio y que el jazmín torcido de la entrada aguanta a más de un niño/a en sus brazos.
Ese parque se llama Santander y siempre fue el oasis de la infancia en un territorio rodeado de cemento. Un día, al gracioso presidente de la comunidad de entonces se le ocurrió la idea de ampliarlo y, no puedo negarlo, nos alegró a todos, porque ello implicaba incluir el helipuerto y agrandar considerablemente las fronteras de lo socialmente útil. Pero en alguna parte, este proyecto se torció y ahora nos van a poner un campo de golf. No uno grande, sino ese tipo de golfillo que hace que las personas que lo practiquen se diviertan tirando pelotas muertas. Nada de estanque, ni de zonas arboladas, el césped será de plástico y seguiremos sin tener dónde pasear en bicicleta. La historia de otra oportunidad perdida.
Tanta cháchara viene a que todos los lunes veo a doña Espe a la salida de la peluquería. Rodeada de gorilas entra a la pelu más cara de la zona (después dice que no le alcanza su salario) y sale con ese airecillo sonriente. Entonces me entran ganas de decirle las cosas que voy rumiando cada día, pero me las guardo porque todavía no hemos llegado al nivel de resolver las cosas a gritos y a insultos. Al menos no nosotros.
Veremos qué pasa cuando inauguren el campo de golf. Igual cambio de idea.
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