Ella decidió que allí estaría su cocinita. No le dije nada. Con menos de tres años se apresuraba a nombrar las cosas y a ubicarlas en su memoria que apenas era un papel blanco que empezaba a llenar. También distribuyó, más allá, su salita y el dormitorio. Era un arbusto centenario por lo que sus ramas habían crecido generosas y se habían expandido acullí, acullá, lo cual daba para muchas invenciones, para mucho juego.
A veces, llegábamos un poco tarde y otro propietari@ hacía una distribución diferente. Entonces mi hija discutía en su lengua de trapo al otr@ - que tenía el mismo nivel de argumentos- sobre cómo debería ordenarse la casa. Cuando veíamos la batalla perdida, íbamos a buscar otro arbusto parecido sólo para darnos de bruces de que como aquél no había ninguno. Era único. De aquellos que dan ganas de ponerle una placa conmemorativa que diga cosas como: Gracias por albergar tantas infancias, incluída la mía.
Apenas la primavera se anunciaba, yo trasladaba mis bártulos al banco cercano. Cubos, palas, ollitas, tazas y platitos. Un libro. Cargaba con arena de la entrada y agua de la fuente. Allí acomodaba a mis hijas que jugaban. Vivían su propia historia. Bajo su sombra la pequeña decidió empezar a andar. Una nigeriana que cuidaba a Jaime le tomó la mano y la soltó: como un pájaro liberado alzó vuelo.
Abusto centenario, sus hojas eran la lechuga que acompañaba las hamburguesas de barro que yo hacía como que comía con el mayor de los apetitos. ¡Hum! ¡Qué rico!, les decía y ellas volvían a su labor felices.
Todo me hacía pensar en la eternidad del arbusto aquel. Cuántas historias simples como éstas se habrán acunado bajo sus ramas. Historias cotidianas que sólo importan a las madres/padres que tratan de llenar la cesta de recuerdos de sus hijos de cosas pequeñas pero sustanciosas. Un pequeño árbol, el olor de la tierra mojada, el canto de los pájaros. El despertar de los sentidos. Algo que olvidarán cuando mayores pero que les dejará un poso delicioso de ternura instalada en algún sitio indefinido.
Hoy teníamos una "movida" con los vecinos del barrio para reclamar el destrozo que está ocasionando la furia cementera de doña Esperanza Aguirre. Volví a buscarlo. Hace tiempo que no volvía al parque porque me dolía verlo herido. No estaba. Lo habían arrasado. Me sentí culpable de haberlo abandonado a su suerte. Debí haberlo protegido. No debí permitir que un arquitecto decidido a convertir la tierra en adoquín diseñara encima uno de sus caminos, matando a mi arbusto. Debí estar a su lado. Debí ponerme frente a la motosierra. Debí defenderlo.
Hoy miraba ese trozo de parque aún casi igual al que acompañó la infancia de mis hijas y sentí una íntima despedida. Tengo la sensación de que ya nada volverá a ser lo mismo.
¿Es que no hay un dios que proteja las pequeñas cosas?
A veces, llegábamos un poco tarde y otro propietari@ hacía una distribución diferente. Entonces mi hija discutía en su lengua de trapo al otr@ - que tenía el mismo nivel de argumentos- sobre cómo debería ordenarse la casa. Cuando veíamos la batalla perdida, íbamos a buscar otro arbusto parecido sólo para darnos de bruces de que como aquél no había ninguno. Era único. De aquellos que dan ganas de ponerle una placa conmemorativa que diga cosas como: Gracias por albergar tantas infancias, incluída la mía.
Apenas la primavera se anunciaba, yo trasladaba mis bártulos al banco cercano. Cubos, palas, ollitas, tazas y platitos. Un libro. Cargaba con arena de la entrada y agua de la fuente. Allí acomodaba a mis hijas que jugaban. Vivían su propia historia. Bajo su sombra la pequeña decidió empezar a andar. Una nigeriana que cuidaba a Jaime le tomó la mano y la soltó: como un pájaro liberado alzó vuelo.
Abusto centenario, sus hojas eran la lechuga que acompañaba las hamburguesas de barro que yo hacía como que comía con el mayor de los apetitos. ¡Hum! ¡Qué rico!, les decía y ellas volvían a su labor felices.
Todo me hacía pensar en la eternidad del arbusto aquel. Cuántas historias simples como éstas se habrán acunado bajo sus ramas. Historias cotidianas que sólo importan a las madres/padres que tratan de llenar la cesta de recuerdos de sus hijos de cosas pequeñas pero sustanciosas. Un pequeño árbol, el olor de la tierra mojada, el canto de los pájaros. El despertar de los sentidos. Algo que olvidarán cuando mayores pero que les dejará un poso delicioso de ternura instalada en algún sitio indefinido.
Hoy teníamos una "movida" con los vecinos del barrio para reclamar el destrozo que está ocasionando la furia cementera de doña Esperanza Aguirre. Volví a buscarlo. Hace tiempo que no volvía al parque porque me dolía verlo herido. No estaba. Lo habían arrasado. Me sentí culpable de haberlo abandonado a su suerte. Debí haberlo protegido. No debí permitir que un arquitecto decidido a convertir la tierra en adoquín diseñara encima uno de sus caminos, matando a mi arbusto. Debí estar a su lado. Debí ponerme frente a la motosierra. Debí defenderlo.
Hoy miraba ese trozo de parque aún casi igual al que acompañó la infancia de mis hijas y sentí una íntima despedida. Tengo la sensación de que ya nada volverá a ser lo mismo.
¿Es que no hay un dios que proteja las pequeñas cosas?
Comentarios
hijo era una nube dónde deshacerse de su timidez y volar muy alto. Yo
pensaba en él como en la casa de Doña Aioula (no sé si habréis leído La
Historia Interminable), que no era un lugar si no alguien o algo vivo que te
ayudaba a crecer.
Lucía
Maty