(croniviajes)
Mi amigo Juan me recomendó que cuando una compañía no funciona, se la debe cortar (los amigos no saben que lo que dicen se queda en la memoria de una a pesar de muertos). No lo hice a tiempo y ahora espero la conexión a internet que no llega nunca. En el mientrastanto, y gracias a ello, bajé a la calle después de dos días de encierro. Podían haber sido más de no haber mediado Telefónica. Ahora me encuentro en un café internet con un asiático chateando en un idioma desconocido a mi lado y no ubico ciertas teclas de un teclado más que ruidoso.
Anyway, conjugada la pena del avión estrellado justo un día después de mi arribo al mismo aeropuerto me siento a escribir. Todavía no he revisado que mi calle Vallehermoso sigue ahí. Siempre seguirá. Madrid tiene el detalle de parecerse siempre a sí misma, aunque lleves siete semanas fuera.
Cuando amanezco en mi cama me pregunto si lo que viví fue sólo un sueño o realmente existió. Si la gente que vi, a la que amé durante este tiempo no fue sólo un producto de mi imaginación desbocada, ávida de contacto humano. Cómo es posible que yo esté aquí en este sitio, rodeada de gente de múltiples lenguas, y en otro punto del planeta, sito más de 9.000 kilómetros, el sol pueda salir como cada día, la gente pueda seguir su incansable rutina, los bocinazos, el viento, los grillos, sigan sin mí, sin mí, sin mí...
Fueron las horas eternas e intensas, como siempre que vuelvo para atrás para darme impulso. Pero ahora, agotadas ellas, estoy exhausta, buscando, as always, las razones para sobrevivir.
Me creía ciudadana del mundo (pobre de mí), pero me dí cuenta de que eso era mentira nada más ponerme en la cola para subir al avión de Aerosur. Aunque porte pasaporte español, lo boliviano se cuela por todos los poros. Y soy irresponsablemente feliz por ello. Soy de allá y no por una búsqueda tonta de identidad, algo que no me preocupa. Sino porque me siento cómoda siendo de un lugar donde no es necesario poner un espejo en la boca de la gente para saber que están vivos.
Las primeras semanas en mi amada ciudad Santa Cruz sentí cansancio al encontrar que todo se desarrolla de una forma frenética y que la supervivencia es la razón de ser de la mayoría. Vida dura. Sin embargo, no pierden ni un ápice en trato humano amable y afectuoso. Definitivamente, es otro mundo.
Tal vez el descubrimiento más importante haya sido darme cuenta que no tengo familia, más bien clan. Pago por ello. Mi hija se ha sentido tan arropada que amenaza con abandonarnos mañana mismo. Ya quisiera ella. Ya quisiera yo.
Como todos mis anteriores viajes, ví a muchísimos amigos/as. Otros se descolgaron solos por razones políticas. Ellos mismos (es decir, allá ellos). Por primera vez, me di el lujo de conocer gente nueva, algo que nunca había tenido la voluntad de hacer antes. Y me fue bien.
Vengo de Barrio Lindo a Vallehermoso y me espanta la idea de volver a pisar su largura, retomar mi vida, mis asuntos. Mejor escapar. Dormir.
Los aymaras tienen una tradición para recuperar el alma de las personas. Cogen una de sus prendas y la llaman, así vuelve su "ajayu" abandonado y les devuelve la vida plena.
Me pregunto si debiera hacer lo mismo, abrir mi ventana y con el pañuelo de conjugar ausencias ponerme a llamarme Yocelynn, Yocelynn... Tal vez sólo descubra que se quedó enquistada en alguna esquina y no quiere volver.
Aunque, tampoco sé si quiero que vuelva...
Mi amigo Juan me recomendó que cuando una compañía no funciona, se la debe cortar (los amigos no saben que lo que dicen se queda en la memoria de una a pesar de muertos). No lo hice a tiempo y ahora espero la conexión a internet que no llega nunca. En el mientrastanto, y gracias a ello, bajé a la calle después de dos días de encierro. Podían haber sido más de no haber mediado Telefónica. Ahora me encuentro en un café internet con un asiático chateando en un idioma desconocido a mi lado y no ubico ciertas teclas de un teclado más que ruidoso.
Anyway, conjugada la pena del avión estrellado justo un día después de mi arribo al mismo aeropuerto me siento a escribir. Todavía no he revisado que mi calle Vallehermoso sigue ahí. Siempre seguirá. Madrid tiene el detalle de parecerse siempre a sí misma, aunque lleves siete semanas fuera.
Cuando amanezco en mi cama me pregunto si lo que viví fue sólo un sueño o realmente existió. Si la gente que vi, a la que amé durante este tiempo no fue sólo un producto de mi imaginación desbocada, ávida de contacto humano. Cómo es posible que yo esté aquí en este sitio, rodeada de gente de múltiples lenguas, y en otro punto del planeta, sito más de 9.000 kilómetros, el sol pueda salir como cada día, la gente pueda seguir su incansable rutina, los bocinazos, el viento, los grillos, sigan sin mí, sin mí, sin mí...
Fueron las horas eternas e intensas, como siempre que vuelvo para atrás para darme impulso. Pero ahora, agotadas ellas, estoy exhausta, buscando, as always, las razones para sobrevivir.
Me creía ciudadana del mundo (pobre de mí), pero me dí cuenta de que eso era mentira nada más ponerme en la cola para subir al avión de Aerosur. Aunque porte pasaporte español, lo boliviano se cuela por todos los poros. Y soy irresponsablemente feliz por ello. Soy de allá y no por una búsqueda tonta de identidad, algo que no me preocupa. Sino porque me siento cómoda siendo de un lugar donde no es necesario poner un espejo en la boca de la gente para saber que están vivos.
Las primeras semanas en mi amada ciudad Santa Cruz sentí cansancio al encontrar que todo se desarrolla de una forma frenética y que la supervivencia es la razón de ser de la mayoría. Vida dura. Sin embargo, no pierden ni un ápice en trato humano amable y afectuoso. Definitivamente, es otro mundo.
Tal vez el descubrimiento más importante haya sido darme cuenta que no tengo familia, más bien clan. Pago por ello. Mi hija se ha sentido tan arropada que amenaza con abandonarnos mañana mismo. Ya quisiera ella. Ya quisiera yo.
Como todos mis anteriores viajes, ví a muchísimos amigos/as. Otros se descolgaron solos por razones políticas. Ellos mismos (es decir, allá ellos). Por primera vez, me di el lujo de conocer gente nueva, algo que nunca había tenido la voluntad de hacer antes. Y me fue bien.
Vengo de Barrio Lindo a Vallehermoso y me espanta la idea de volver a pisar su largura, retomar mi vida, mis asuntos. Mejor escapar. Dormir.
Los aymaras tienen una tradición para recuperar el alma de las personas. Cogen una de sus prendas y la llaman, así vuelve su "ajayu" abandonado y les devuelve la vida plena.
Me pregunto si debiera hacer lo mismo, abrir mi ventana y con el pañuelo de conjugar ausencias ponerme a llamarme Yocelynn, Yocelynn... Tal vez sólo descubra que se quedó enquistada en alguna esquina y no quiere volver.
Aunque, tampoco sé si quiero que vuelva...
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