Se llamaba Joaquín Fernández y ha sido el mejor profesor que he tenido en mi larga relación con los pupitres. Tenía un tic que hacía que pareciera que lo que habías dicho era una burrada. Un día, como introducción al tema correspondiente (enseñaba Seminario Especial de El Capital) nos preguntó -mientras hacía su recorrido entre los asientos- qué era más fácil, si lo simple o lo complejo. Nuestra clase, que tenía fama de ser la mejor de la facultad, contestó a coro: "Lo simple" y él movió la cabeza como siempre, acompañando el movimiento con una sonrisa elocuente. Como si se lo esperara. La siguiente pregunta también tenía trampa: ¿qué era más fácil? caminar o correr. Dijimos todos al unísono y desdeñosos: ¡¡caminar!! Pues no, dijo él y nos miró con sus tremendos ojos azules: caminar es lo más difícil, para caminar hay que dominar el miedo, tener curiosidad, aprender todos los movimientos, jugar con el equilibrio, hacer que tu cerebro funcione y se relacione con el resto del cuerpo, por eso los niños se demoran tanto en aprenderlo. En cambio, correr es más fácil, es sólo potenciar el acto de caminar, caminar pero a más velocidad. En el caminar está la base del movimiento. Lo simple es lo difícil, porque encierra toda la esencia del fenómeno. Lo fundamental. Así comenzó esa clase que iba de la "reproducción simple del capital", en la que pasaríamos mucho tiempo y luego entraríamos como un paseo por la "ampliada".
Aquélla lejana mañana sumergidos en el calor habanero quedó marcada en mi memoria, como marcado quedó el recuerdo de aquel maravilloso profesor vocacional, con el cual aprendimos tantas cosas. Porque cada clase comenzaba con una reflexión parecida que hacía que moviéramos lo que sabíamos, relacionáramos conocimientos y, lo que es mejor, pensáramos por cabeza propia.
Muchos años después recordé esa escena por un hecho un tanto peculiar. Veréis. Trabajo con una colonia de gatos callejeros y desde que había vuelto del verano, tenía cierta flojerilla de ir a ver cómo estaban. Sabía que el techo de su caseta tenía tremendos agujeros por los que probablemente se colarían las lluvias que comenzaban a hacer acto de presencia en este otoño que promete ser frío. Superando la pereza, allí fuí el sábado con clavos, martillo, chapas metálicas, un trapo de limpieza y telas para abrigo. Llegué y me puse manos a la obra. Poco después, llegó la señora que les da de comer. Nos conocemos desde hace 11 años y como compartimos la misma preocupación, terminamos por hacernos amigas. La ví acercarse, pero venía caritriste, me dio el beso de rigor y me dijo: tengo una mala noticia que darte. Yo pensé que se había muerto uno de mis cuarenta felinos. Ya sería una mala noticia. Pero, no. Se había muerto la Flori. Otra amiga con la que compartimos muchas tardes durante todo este tiempo.
Cuando terminamos nuestras sendas tareas, nos reunimos en la cafetería. Yo, con mi típico descafeinado con leche y ella con una cerveza. Comenzamos a recordarla, sentaditas en la terraza donde su presencia a pesar de su ausencia era notable. Había muerto de un infarto hacía poquísimos días y era como si estuviera de viaje. Allí, entre risas, porque a los amigos hay que recordarlos con alegría, rememoramos miles de momentos agradables y también la vez que por dar de comer a los gatos en medio de los arbustos, justo antes de alguna pasada navidad, me metí el muñón de una rama en el ojo y me hice un gran daño en la córnea. Ellas se reían porque yo en vez de ocuparme del ojo, me puse a buscar la lentilla en medio de la hojarazca y la oscuridad. Allí estaba. Las dos me acompañaron con el ojo tapado al hospital. Como dos buenas amigas, con las que se podía contar en las duras y en las maduras.
La Flori no era una persona con tendencias intelectuales, con la cual podías hablar de Flaubert o contarle del origen de los ideogramas chinos. Ella era la de las charlas cotidianas, de la universidad de la vida. Abierta, franca y libre. A diferencia del resto de los españoles, que en cuanto tienen una carrera o un buen trabajo se complejizan, ella era llana y sincera. Sin tapujos, ni complejos se entregaba a la amistad como quien se lanza a una piscina con la certeza de saber que siempre estará llena y a 22 grados. Así gastamos la tarde con mi otra amiga, homenajeando a la Flori, hablando de ella y conservando la incredulidad por esa fatídica noticia.
Al salir de allí pensé que la mejor definición de la Flori era que era simple. Ateniéndome al concepto de simple que desgranara a la perfección aquél magnífico profesor cubano una mañana habanera.
Aquélla lejana mañana sumergidos en el calor habanero quedó marcada en mi memoria, como marcado quedó el recuerdo de aquel maravilloso profesor vocacional, con el cual aprendimos tantas cosas. Porque cada clase comenzaba con una reflexión parecida que hacía que moviéramos lo que sabíamos, relacionáramos conocimientos y, lo que es mejor, pensáramos por cabeza propia.
Muchos años después recordé esa escena por un hecho un tanto peculiar. Veréis. Trabajo con una colonia de gatos callejeros y desde que había vuelto del verano, tenía cierta flojerilla de ir a ver cómo estaban. Sabía que el techo de su caseta tenía tremendos agujeros por los que probablemente se colarían las lluvias que comenzaban a hacer acto de presencia en este otoño que promete ser frío. Superando la pereza, allí fuí el sábado con clavos, martillo, chapas metálicas, un trapo de limpieza y telas para abrigo. Llegué y me puse manos a la obra. Poco después, llegó la señora que les da de comer. Nos conocemos desde hace 11 años y como compartimos la misma preocupación, terminamos por hacernos amigas. La ví acercarse, pero venía caritriste, me dio el beso de rigor y me dijo: tengo una mala noticia que darte. Yo pensé que se había muerto uno de mis cuarenta felinos. Ya sería una mala noticia. Pero, no. Se había muerto la Flori. Otra amiga con la que compartimos muchas tardes durante todo este tiempo.
Cuando terminamos nuestras sendas tareas, nos reunimos en la cafetería. Yo, con mi típico descafeinado con leche y ella con una cerveza. Comenzamos a recordarla, sentaditas en la terraza donde su presencia a pesar de su ausencia era notable. Había muerto de un infarto hacía poquísimos días y era como si estuviera de viaje. Allí, entre risas, porque a los amigos hay que recordarlos con alegría, rememoramos miles de momentos agradables y también la vez que por dar de comer a los gatos en medio de los arbustos, justo antes de alguna pasada navidad, me metí el muñón de una rama en el ojo y me hice un gran daño en la córnea. Ellas se reían porque yo en vez de ocuparme del ojo, me puse a buscar la lentilla en medio de la hojarazca y la oscuridad. Allí estaba. Las dos me acompañaron con el ojo tapado al hospital. Como dos buenas amigas, con las que se podía contar en las duras y en las maduras.
La Flori no era una persona con tendencias intelectuales, con la cual podías hablar de Flaubert o contarle del origen de los ideogramas chinos. Ella era la de las charlas cotidianas, de la universidad de la vida. Abierta, franca y libre. A diferencia del resto de los españoles, que en cuanto tienen una carrera o un buen trabajo se complejizan, ella era llana y sincera. Sin tapujos, ni complejos se entregaba a la amistad como quien se lanza a una piscina con la certeza de saber que siempre estará llena y a 22 grados. Así gastamos la tarde con mi otra amiga, homenajeando a la Flori, hablando de ella y conservando la incredulidad por esa fatídica noticia.
Al salir de allí pensé que la mejor definición de la Flori era que era simple. Ateniéndome al concepto de simple que desgranara a la perfección aquél magnífico profesor cubano una mañana habanera.
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