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La estrategia del caracol

Miré a la cobaya. De un tiempo a esta parte, primero miro a los animales y niños y luego a sus acompañantes. A veces, ni eso, los ignoro por completo. Pero ésta vez pasé del animal al dueño por respeto. Lo veía por la zona desde hace ya tiempo, pues había decidido instalarse en el barrio. Tal vez por seguridad. Chamberí era uno de los barrios más seguros, aunque ya es una cualidad que comienza a desaparecer con la crisis.
Ciudadanos sin domicilio fijo, "clochards", vagabundos, "sin techo"..., son los nombres con los cuales se los hace visibles. Aunque nadie los mira y padecen una suerte de invisibilidad social. Por lo general, hombres de mediana edad que han perdido su trabajo, su familia, su casa, su derecho a llamarse ciudadanos con todos sus derechos.
Por estos lares hay varios. Uno, lleva a cuestas una valija que hace que pienses que es un ejecutivo que acaba de bajarse de un avión. Le traiciona el cuello sucio de su camisa blanca. Otro, parece extranjero, es rubio y con un pelo parecido a la bestia del cuento. Un día me pidió dinero y yo le dí todas las monedas pequeñitas que encontré en mi monedero y se le cayeron. Sentí la incomodidad del rácano amateur y pensé que no las recogería. Era mierdecilla metálica. Pero, el pobre hombre se agachó y las fue tomando una a una haciéndome sentir más ruin aún. La gente me dice que no les dé dinero, pues lo usan para comprarse alcohol. Yo sólo tengo una norma, no le doy dinero a los que veo jóvenes, llenos de vida, sanos y que pueden trabajar. A los alcohólicos les doy por norma: beber es para ellos tan importante como comer.
El de la cobaya es bastante joven. Como los demás carga con su casa a cuestas en un carrito de supermercado. Multitud de cosas recogidas de la basura que se van mezclando con aquéllas que le recuerdan su pasado. Si es que todavía hay algo que él quiera recordar. Me saluda. Yo también, aunque nunca hemos pasado del saludo, pero él es conciente de que para mí existe.
El otro día le ví al pasar por uno de los supermercados cercanos a casa. Él estaba adentro cómodamente instalado disfrutando de la calefacción. Unas horillas, pues luego vendría el frío de la noche, y las largas horas de tedio recorriendo la ciudad. Sonreí. Luego miré el carrito y ví que a su larga lista de pertenencias había añadido un horno microondas y una olla eléctrica. Al lado, la jaula de la cobaya.
Hace años había decidido abandonar todos los dogmas y aunque sentí un escalofrío al ver al animal pasar frío, también pensé que ese humano lo necesitaba, era su único apego a un ser vivo. Sería un crimen quitárselo sacando a relucir los derechos de los animales. Que hay muchas cobayas, ratones y simios sufriendo en los laboratorios, en aras de la ciencia (sic). Por lo menos éste tiene una mano amable y un lecho calentito para pasar la noche.
Crucé la calle. En medio del paso peatonal, me dí la vuelta y lo miré de lejos, y pensé que, a pesar de todo, era un hombre positivo. Como los caracoles, cargaba con su casita, tal vez con la remota esperanza, pero esperanza al fin, de tener algún día un sitio en el cual enchufar los aparatos recogidos en alguna acera de la ciudad. Con la jaulita al lado.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Muy querida Yocelynn. Ya te encontré.

Mi correo es ivancastillom@gmail.com y tengo un perfil en Facebook (jaja), escribime. Hay cosas pa' compartir.

Buenos escritos, como siempre, eh?
Felicidades,

Iván.
/Este mensaje es personal, no para publicar (digo, para qué?).

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