Voy a tomarme la licencia de atribuir a la ley de las compensaciones el que, justamente el año en el que murió Alba Lucas, hubiera ingresado en el inventario de mis afectos un gato callejero al que, por su apariencia más cercana a la de un rey que a la de un vagabundo, pondríamos de nombre Arturo.
La hija de una amiga querida nos había invitado a pasar la Semana Santa en Córdoba. Cinco días en los que alternamos visitas a la Mezquita con tropezones de los pasos, santos y sus fieles a los que nunca buscábamos pero que salían a nuestro encuentro. Nuestra amiga, que estudiaba veterinaria, nos comentó que estaba curando a un gato callejero que tenía la cola herida por culpa de algún desaprensivo que la había atrapado con la puerta del coche. Nos comentó que probablemente había sido abandonado. Era demasiado manso. Una tarde, al volver, lo encontramos en la acera con ese aire seductor que nos conquistaría por siempre. Lo subimos al piso y le pedimos a nuesta amiga que se quedara en él todo el tiempo que durara nuestra visita. Ella nos dijo que no podía quedárselo pues su compañera era alérgica y nosotros le prometimos que sería bajado a la calle en cuanto regresáramos a Madrid.
Pero, ¿quién le pone cascabel al gato? Cuando llegó la hora de marcharnos, Arturo se había instalado con todos sus bártulos en nuestros corazones. No negaré que a la calle fue a dar con sus huesos. Para él fue como si lo hubiéramos traicionado. Nada más asentar sus patas en el suelo, de príncipe se convirtió en mendigo. Le afloró en los ojos el terror de los desamparados y el instinto de supervivencia hizo que corriera a refugiarse debajo de un coche. Esa noche decidimos que venía con nosotros a casa. Lo volvimos a recoger, lo duchamos y descubrimos que no era negro, que tenía una serie de artísticas rayas que lo hacían más precioso, si cabía.
En casa, teníamos dos gatas que, finas como condesas, tuvieron que aceptar al advenedizo a regañadientes. No les quedaba otra.
Poco tiempo después, Arturo me habría de enseñar una de las lecciones más duras de mi vida. Un domingo, como buen gato callejero se zampó los filetes del almuerzo, robados mientras se descongelaban. Yo, enfadada, le dije que era un gato muy bonito, pero que finalmente sólo era un marginal y que su sitio era la calle. ¿Quién se atreve a decirme que los animales no entienden lo que les decimos? El día lunes, obediente, se escurrió entre mis piernas y salió por perteneras y se perdió entre los coches y la polución de Madrid. Me dió en la diana. Ese día aprendí que el enfado no debe dirigir la palabra, que entonces sueles decir cosas tan hirientes que generan consecuencias irreversibles que te pueden hacer aún más daño. No había a quién pedir perdón, el destinatario de mis iras se había esfumado.
Durante los meses siguientes, no perdí la esperanza de encontrarlo. Lo buscaba debajo de todos los coches, aunque la gente me mirara con curiosidad. También, iba a los parques donde suelen reunirse sus congéneres. Necesitaba una segunda oportunidad, esa que yo le doy a todo mundo sin exigencias ni reproches. Un día, incluso, me subí a casa un gato ajeno, encima con dueño. Hasta que justamente dos meses después, me había confundido de parada, bajándome antes de tiempo. Esto me obligó a cruzar obligatoriamente por las residencias del Parque Móvil. Al lado de la conserjería, lo encontré, bien alimentado y feliz, con un platito de comida y otro de agua. Obviamente, ya había seducido a otra persona. Le hablé, él me miró y se dejó levantar e instalar nuevamente en nuestra casa. Ese día prometí que nunca lo abandonaría a su suerte.
Y allí comenzó su nueva vida, vida que incluiría ejercer de padre/madre con uno de los nuevos gatitos que vinieron a formar parte de nuestra familia. Éste, que se llama Fígaro, había sido destetado muy pequeñín por lo que sentía muy desamparado. Descubrió a Arturo, que era un gato grandote y gordo, y se enganchó a una de sus tetillas. Arturo, paciente y cariñoso, lo dejó hacer. Ambos, se habían adoptado. Cuando Fígaro creció, creímos que se comportaría como adulto, pero no, siguió pegadito a su padre/madre. Algo que me hacía pensar lo mal que se sentiría cuando no puediera contar más con él.
Hasta que Arturo se enfermó y lo fue alejando. Padecía una enfermedad en el hígado, característica de los gatos gordos.
Luchamos mucho por él. Incluso el último día, en el que le llevamos al mejor hospital de animales de Madrid. Le atendieron bastante bien, pero creo que lo que le hicieron fue un tanto fuerte que no se correspondía con la debilidad del animal. Ya estaba herido de muerte. A las tres de la mañana, nos despertó con sus gritos de dolor. Murió después de agonizar durante 30 minutos, en mis brazos. Yo he ayudado a morir a dos personas, pero confieso que esta vez me sentía más débil física y emocionalmente,y sentí un extraño desvanecimiento. Tal vez, con el tiempo vas teniendo la certeza de que la muerte es el fin y te afecta más que cuando eres joven.
Fue un mazazo para mí y toda la familia.
Incluído Fígaro, que ahora me busca y me pide que sea como Arturo, su refugio, su morada. No sabe que Arturo era único y que nunca ninguno de nosotros podrá darle todo el amor que él repartía con una generosidad sin límites.
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