Hace tiempo que busco a una persona querida en Internet. Vaya si la busco. Sólo por ver si había caído en la tentación de haberse apuntado en Facebook, creé una cuenta bajo un nombre falso (como un Stendhal de la red), pero me traicionó mi ego y, sin darme cuenta, activé la vieja cuenta con mi propio nombre.
Al comienzo me sentí un poco traicionada por mis dedos, luego me entró la curiosidad. Quise utilizar nuevamente esa bola mágica para ver qué había pasado con mis amigos y parientes.
Para mi sorpresa, como si de una broma se tratara, encontré a mi amigo Alfredo. Estaba allí, con ese gesto de la boca tan característico. Con una camisera celeste, feliz, como si no pasara nada. Leí los mensajes de sus amigos y ¡cáspita! hacían como que hablaban con él, incluso lo felicitaban por su cumpleaños; de modo que, si no hubiera sabido la verdad, creería que estaba en algún lado y tal vez hasta hubiera caído en la tentación de felicitarle dos meses después, con alguna tontería que disculpara mi retraso. Facebook, de pronto, se había convertido en la fuente donde beber para convertirse en inmortal. Paralizados todos sus usuarios, congelados en el tiempo, en las ondas. Pero sólo para los que alguna vez los aceptamos como amigos, pues nadie de afuera podrá entrar a ver sus fotos, porque no habrá quién le permita el acceso, ningún eco, nadie detrás del espejo. Los privilegiados, unos pocos.
Decía Spinosa que las mejores condiciones para la vida son que los platos de la balanza que indican, por un lado, el temor a la muerte y por el otro, su deseo; sean proporcionales. Porque sino seremos como Tolstoi, que se pasó 30 años de su vida temeroso, escribiendo al comienzo de la página s.e.v (sí, estoy vivo), con el fin de vencer el miedo que sentía de la visita de Tánatos. O, en el otro extremo, como mi amigo Alfredo que un día de enero tomó la decisión de subirse a la barca de Caronte, monedas en mano.
Dicen que se suicidó por amor. No me lo creo y espero que la "culpable" no se sienta tal. No hay un ser humano que sea tan poderoso como para empujar a nadie a tomar tal decisión. Tan sólo un pretexto para alguien que, cansado de vivir, decide ponerle fin a su tormento.
Me gustan los suicidas, no puedo negarlo. Porque son valientes, libres, limpios; mientras los demás vivimos agazapados, esperando o intentando mantener la balanza equilibrada.
Lo más inquietante, sin dudarlo, es encontrar a la víctima del deseo, mirandote, sonriéndote, riéndose de tí desde el espejo de Facebook.
Inquietante.
Lo peor (¿mejor?) es que quien busco no ha caído en la tentación.
Al comienzo me sentí un poco traicionada por mis dedos, luego me entró la curiosidad. Quise utilizar nuevamente esa bola mágica para ver qué había pasado con mis amigos y parientes.
Para mi sorpresa, como si de una broma se tratara, encontré a mi amigo Alfredo. Estaba allí, con ese gesto de la boca tan característico. Con una camisera celeste, feliz, como si no pasara nada. Leí los mensajes de sus amigos y ¡cáspita! hacían como que hablaban con él, incluso lo felicitaban por su cumpleaños; de modo que, si no hubiera sabido la verdad, creería que estaba en algún lado y tal vez hasta hubiera caído en la tentación de felicitarle dos meses después, con alguna tontería que disculpara mi retraso. Facebook, de pronto, se había convertido en la fuente donde beber para convertirse en inmortal. Paralizados todos sus usuarios, congelados en el tiempo, en las ondas. Pero sólo para los que alguna vez los aceptamos como amigos, pues nadie de afuera podrá entrar a ver sus fotos, porque no habrá quién le permita el acceso, ningún eco, nadie detrás del espejo. Los privilegiados, unos pocos.
Decía Spinosa que las mejores condiciones para la vida son que los platos de la balanza que indican, por un lado, el temor a la muerte y por el otro, su deseo; sean proporcionales. Porque sino seremos como Tolstoi, que se pasó 30 años de su vida temeroso, escribiendo al comienzo de la página s.e.v (sí, estoy vivo), con el fin de vencer el miedo que sentía de la visita de Tánatos. O, en el otro extremo, como mi amigo Alfredo que un día de enero tomó la decisión de subirse a la barca de Caronte, monedas en mano.
Dicen que se suicidó por amor. No me lo creo y espero que la "culpable" no se sienta tal. No hay un ser humano que sea tan poderoso como para empujar a nadie a tomar tal decisión. Tan sólo un pretexto para alguien que, cansado de vivir, decide ponerle fin a su tormento.
Me gustan los suicidas, no puedo negarlo. Porque son valientes, libres, limpios; mientras los demás vivimos agazapados, esperando o intentando mantener la balanza equilibrada.
Lo más inquietante, sin dudarlo, es encontrar a la víctima del deseo, mirandote, sonriéndote, riéndose de tí desde el espejo de Facebook.
Inquietante.
Lo peor (¿mejor?) es que quien busco no ha caído en la tentación.
Comentarios