Temo dormir. Mi cerebro no deja de tener una intensa actividad nocturna y sueño cosas rarísimas. Tal vez una de las más inquietantes haya sido soñar mi propia muerte. Fue durante dos días seguidos: el primero, soñé que me desangraba por las muñecas y el segundo, que una mujer me empujaba por una ventana y yo caía lentamente mirándola a ella, las paredes,la ventana, hasta que un golpe seco me dio de lleno en la espalda. Sentí mi propia muerte y, al despertar, me dolía mucho el corazón.
No todos los sueños son así de extraños, tengo otros más bizarros. También sueño repetidamente con mi padre. Es algo tan real que a veces tengo la sensación de que podré tocarlo con las manos al despertar.
En enero de 1985, casi dos años después de su muerte, soñé que bailábamos. Me pasé muchos años buscando esa canción. La encontré años después: un amigo argentino le regaló a mi hija una reproducción de un disc-man de plástico. Se le colocaban disquitos de colores, de plástico también, y surgían distintas melodías que sonaban como juguete chino. Es decir pobremente. Pero la selección había sido exquisita: desde Las Hojas Muertas al Himno al Amor de la Piaf, pasando por música de películas. Me encantó. Entre otras cosas, porque coincidió con el nacimiento de mis hijas y con mi partida. Tal vez lo más importante fue descubrir que en ese artilugio infantil estaba la música que buscaba, aquélla con la que yo bailaba en brazos de mi padre.
Lamentablemente, no definí el título de la canción y cuando ese mi pequeño tesoro acabó estropeándose, volví a la nada y con ello a las andadas. Intento atrapar la canción nuevamente, pero se me escapan las notas y no consigo llegar al puerto de las concreciones.
Probablemente, hasta que no lo consiga, mi padre me seguirá visitando en sueños. Tal vez sea que no me puede sacar a bailar mientras no tengamos música.
No todos los sueños son así de extraños, tengo otros más bizarros. También sueño repetidamente con mi padre. Es algo tan real que a veces tengo la sensación de que podré tocarlo con las manos al despertar.
En enero de 1985, casi dos años después de su muerte, soñé que bailábamos. Me pasé muchos años buscando esa canción. La encontré años después: un amigo argentino le regaló a mi hija una reproducción de un disc-man de plástico. Se le colocaban disquitos de colores, de plástico también, y surgían distintas melodías que sonaban como juguete chino. Es decir pobremente. Pero la selección había sido exquisita: desde Las Hojas Muertas al Himno al Amor de la Piaf, pasando por música de películas. Me encantó. Entre otras cosas, porque coincidió con el nacimiento de mis hijas y con mi partida. Tal vez lo más importante fue descubrir que en ese artilugio infantil estaba la música que buscaba, aquélla con la que yo bailaba en brazos de mi padre.
Lamentablemente, no definí el título de la canción y cuando ese mi pequeño tesoro acabó estropeándose, volví a la nada y con ello a las andadas. Intento atrapar la canción nuevamente, pero se me escapan las notas y no consigo llegar al puerto de las concreciones.
Probablemente, hasta que no lo consiga, mi padre me seguirá visitando en sueños. Tal vez sea que no me puede sacar a bailar mientras no tengamos música.
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