A medidados de enero de 1983 mi padre decidió revelarme su gran verdad. Sabía que se moría y me lo dijo sin ambages. Como no entendí por qué me elegía a mí, que nunca había sido su hija favorita, se lo pregunté. Él me dijo que era porque sabía que yo no me enfadaría con él cuando me contara lo que pensaba ("hija, me voy a morir", comenzó diciendo). Aclarado este punto, procedió a explicarme cómo debería actuar después de que el se marchara. Por alguna extraña razón, me lo tomé en serio. Justamente yo que nunca le creo a nadie que esté enfermo, ni que se va a morir, ni siquiera que la decisión de suicidarse va en serio. Soy una escéptica, ni dudarlo; pero esa vez le creí.
El 1 de febrero de ese año, me operaron de una apendicitis. Esa misma noche, a él lo hospitalizaron en estado grave. Dos días después, vino mi madre a visitarme a la clínica y me comunicó que estaba muy mal, yo opiné que tal vez no llegaría a fin de año. No, hija, me aclaró, no creo que llegue a fin de semana. Era jueves y murió esa tarde a las 5:30. Lo más curioso es que cuando con dificultad -por la operación- me acerqué a su cadáver lo único que me llamó la atención fue que su cuerpo estuviera tan frío. La mente, que se fuga por extraños vericuetos. Tendría tiempo, unos 20 años, para vaciar mi duelo.
Siempre he tenido una relación de cercanía con la muerte. La he conocido temprano, desde la escuela (¿quién no?). He asistido a una amiga en su último momento y acompañé en ese tránsito a una extraña después de un accidente de coche. Incluso, viajé con un cadáver apoyado en mi hombro simulando que estaba viva. Durante una época pensé mucho en ella. Pero, últimamente, hemos hecho las paces: ella no me seduce más y yo trato de no pensar contínuamente en su existencia. Aunque, de vez en cuando, me va cercenando las querencias sin avisar, como si, escondida, se riera. De mí. Se riera.
El viernes, con mi amiga del alma estuvimos conversando de lo que se haría con su cuerpo una vez muerta. Fuimos hojeando las posibilidades como si estuviéramos pasando las hojas de un álbum de fotos. Hasta entonces, no se me había ocurrido pensar lo estorboso que resulta el cuerpo humano cuando ya ha dejado de pertenecerte; cuando te has marchado en un vuelo, con tus 21 gramos de alma. Pues yo, muy atea, muy shoppenhaueriana, muy carpe diem nunca había pensado en la probabilidad de mi muerte y en todas las cosas que ella acarrearía. Lo asumo, soy como animalillo del bosque.
Llegados a este punto, debo reconocer que dos amigos míos, Tota y Mario, estuvieron muy finos: antes de suicidarse, compraron incluso los ataúdes para que el hijo de ella sólo administrara las terribles ausencias. Parecere macabro que llamen a tu puerta los del servicio funerario con un ataúd al hombro, las columnas y las flores; pero qué util, cuando somos casi ciento por cien materia y apenas 21 gramos de energía.
En este Madrid azotado por sucesivos frentes polares, regresé a casa rebobinando la extraña charla con mi amiga del alma. Parecía que solamente nos habíamos referido a qué deberíamos hacer con el coche usado, si lo vendemos, lo mandamos al desguace o simplemente lo regalamos a la facultad de ingeniería mecánica para que estudien con él. Como algo que no nos concernía transcurrió la charla, sin pena, ni temores. Más, sólo en la superficie.
El sábado, a las seis menos diez sonó la alarma de mi teléfono. Me había olvidado apagarla. No puede dormir más. Martilleaba mi cabeza la posibilidad de perder a mi amiga. Con pensamientos libres de restricciones, demás está decir, se me cuajó lo que restaba de sueño.
Maldito teléfono.
El 1 de febrero de ese año, me operaron de una apendicitis. Esa misma noche, a él lo hospitalizaron en estado grave. Dos días después, vino mi madre a visitarme a la clínica y me comunicó que estaba muy mal, yo opiné que tal vez no llegaría a fin de año. No, hija, me aclaró, no creo que llegue a fin de semana. Era jueves y murió esa tarde a las 5:30. Lo más curioso es que cuando con dificultad -por la operación- me acerqué a su cadáver lo único que me llamó la atención fue que su cuerpo estuviera tan frío. La mente, que se fuga por extraños vericuetos. Tendría tiempo, unos 20 años, para vaciar mi duelo.
Siempre he tenido una relación de cercanía con la muerte. La he conocido temprano, desde la escuela (¿quién no?). He asistido a una amiga en su último momento y acompañé en ese tránsito a una extraña después de un accidente de coche. Incluso, viajé con un cadáver apoyado en mi hombro simulando que estaba viva. Durante una época pensé mucho en ella. Pero, últimamente, hemos hecho las paces: ella no me seduce más y yo trato de no pensar contínuamente en su existencia. Aunque, de vez en cuando, me va cercenando las querencias sin avisar, como si, escondida, se riera. De mí. Se riera.
El viernes, con mi amiga del alma estuvimos conversando de lo que se haría con su cuerpo una vez muerta. Fuimos hojeando las posibilidades como si estuviéramos pasando las hojas de un álbum de fotos. Hasta entonces, no se me había ocurrido pensar lo estorboso que resulta el cuerpo humano cuando ya ha dejado de pertenecerte; cuando te has marchado en un vuelo, con tus 21 gramos de alma. Pues yo, muy atea, muy shoppenhaueriana, muy carpe diem nunca había pensado en la probabilidad de mi muerte y en todas las cosas que ella acarrearía. Lo asumo, soy como animalillo del bosque.
Llegados a este punto, debo reconocer que dos amigos míos, Tota y Mario, estuvieron muy finos: antes de suicidarse, compraron incluso los ataúdes para que el hijo de ella sólo administrara las terribles ausencias. Parecere macabro que llamen a tu puerta los del servicio funerario con un ataúd al hombro, las columnas y las flores; pero qué util, cuando somos casi ciento por cien materia y apenas 21 gramos de energía.
En este Madrid azotado por sucesivos frentes polares, regresé a casa rebobinando la extraña charla con mi amiga del alma. Parecía que solamente nos habíamos referido a qué deberíamos hacer con el coche usado, si lo vendemos, lo mandamos al desguace o simplemente lo regalamos a la facultad de ingeniería mecánica para que estudien con él. Como algo que no nos concernía transcurrió la charla, sin pena, ni temores. Más, sólo en la superficie.
El sábado, a las seis menos diez sonó la alarma de mi teléfono. Me había olvidado apagarla. No puede dormir más. Martilleaba mi cabeza la posibilidad de perder a mi amiga. Con pensamientos libres de restricciones, demás está decir, se me cuajó lo que restaba de sueño.
Maldito teléfono.
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