Me senté frente a él, en su oficina. Nunca lo había visto, nunca nos habíamos presentado. Yo contaba con la ventaja de saber quién era él y lo que quería de él.
Con el desparpajo que te da cierta edad en la que quieres comerte el mundo, le pedí que me dirigiera en una pequeña obra de teatro que había escrito para un encuentro de mujeres. Petición arriesgada, tomando en cuenta que tenía al frente a un conocido director de teatro de mi ciudad. Conocido por bueno.
Me miró sorprendido. Tal vez porque le gustara mi aparente seguridad, me pidió leer antes la obra. Quedamos al día siguiente, a las 7, después del trabajo, en un punto determinado de la ciudad. Cuando subió al coche, llevaba el bloque de hojas que le había entregado, lleno de notas al margen y subrayados. Como yo lo miraba inquisitiva, me explicó que había comenzado a leerla sin muchas esperanzas de encontrar algo que valiera la pena, pero que le llamó la atención el planteamiento y que a partir de cierto punto, pensó que si la obra no daba un giro, ésta se hundía, pero, justo en ese instante, lo hizo. Por esa razón, comenzaríamos a ensayar esa misma noche.
Él ya había conseguido incluso el sitio: la casa a medio de construir de un conocido de ambos (ésta es mi ciudad, todos nos movemos en los mismos ambientes). Así pasamos 15 días, corrijo, 15 noches de 7 a 12 de la noche. Al terminar, lo llevaba a su casa, en la Villa Primero de Mayo. Él, allí, tenía algo así como un taller de teatro, no sé. Todo este tiempo, hablamos poquísimo de cosas que no tuvieran que ver con el ensayo. Yo me concentraba por ser la mejor y él por sacar lo mejor de una obrita experimental.
No sé por qué lo hizo. Nunca se lo pregunté. Pero esas jornada entre las columnas sin sentido de una casa con vocación de mar sin mar (esa idea me la dio Matías, provocándome una carcajada) fueron inolvidables. Estaba trabajando con un hombre poderoso, no en el sentido de poder político o económico, sino en el de la personalidad. Pocas veces he encontrado un hombre así, una roca: sólido y auténtico. Además, guapísimo. Con las ideas en su sitio y con una creatividad tan explosiva que, me temo, no fue aprovechada como debiera. Yo lo había comprobado.
Demás está decir que mi corta carrera de dramaturga y actriz fue coronada con una ovación duradera. Gustó muchísimo y él se alegró cuando se lo comenté; sentada nuevamente en aquella oficina en la que gastaba su creatividad haciendo anuncios comerciales.
Me despedí y sabía que no habría nuevos pretextos para trabajar juntos. Además, yo misma tomaría carretera y manta, meses después. Cuando salía del edificio fue inevitable sentir cierta envidia. Sí, envidia. Envidia de todos los hombres que habían sido amados por Matías.
Matías Marchiori murió hace unos meses de cáncer y yo, a pesar de haberlo conocido de una forma muy puntual, lo sentí muchísimo. Tal vez porque es el efecto de personalidades tan arrolladoras, que pasan por tu vida como los cometas: dejando su estela en alguna parte de tu memoria.
Con el desparpajo que te da cierta edad en la que quieres comerte el mundo, le pedí que me dirigiera en una pequeña obra de teatro que había escrito para un encuentro de mujeres. Petición arriesgada, tomando en cuenta que tenía al frente a un conocido director de teatro de mi ciudad. Conocido por bueno.
Me miró sorprendido. Tal vez porque le gustara mi aparente seguridad, me pidió leer antes la obra. Quedamos al día siguiente, a las 7, después del trabajo, en un punto determinado de la ciudad. Cuando subió al coche, llevaba el bloque de hojas que le había entregado, lleno de notas al margen y subrayados. Como yo lo miraba inquisitiva, me explicó que había comenzado a leerla sin muchas esperanzas de encontrar algo que valiera la pena, pero que le llamó la atención el planteamiento y que a partir de cierto punto, pensó que si la obra no daba un giro, ésta se hundía, pero, justo en ese instante, lo hizo. Por esa razón, comenzaríamos a ensayar esa misma noche.
Él ya había conseguido incluso el sitio: la casa a medio de construir de un conocido de ambos (ésta es mi ciudad, todos nos movemos en los mismos ambientes). Así pasamos 15 días, corrijo, 15 noches de 7 a 12 de la noche. Al terminar, lo llevaba a su casa, en la Villa Primero de Mayo. Él, allí, tenía algo así como un taller de teatro, no sé. Todo este tiempo, hablamos poquísimo de cosas que no tuvieran que ver con el ensayo. Yo me concentraba por ser la mejor y él por sacar lo mejor de una obrita experimental.
No sé por qué lo hizo. Nunca se lo pregunté. Pero esas jornada entre las columnas sin sentido de una casa con vocación de mar sin mar (esa idea me la dio Matías, provocándome una carcajada) fueron inolvidables. Estaba trabajando con un hombre poderoso, no en el sentido de poder político o económico, sino en el de la personalidad. Pocas veces he encontrado un hombre así, una roca: sólido y auténtico. Además, guapísimo. Con las ideas en su sitio y con una creatividad tan explosiva que, me temo, no fue aprovechada como debiera. Yo lo había comprobado.
Demás está decir que mi corta carrera de dramaturga y actriz fue coronada con una ovación duradera. Gustó muchísimo y él se alegró cuando se lo comenté; sentada nuevamente en aquella oficina en la que gastaba su creatividad haciendo anuncios comerciales.
Me despedí y sabía que no habría nuevos pretextos para trabajar juntos. Además, yo misma tomaría carretera y manta, meses después. Cuando salía del edificio fue inevitable sentir cierta envidia. Sí, envidia. Envidia de todos los hombres que habían sido amados por Matías.
Matías Marchiori murió hace unos meses de cáncer y yo, a pesar de haberlo conocido de una forma muy puntual, lo sentí muchísimo. Tal vez porque es el efecto de personalidades tan arrolladoras, que pasan por tu vida como los cometas: dejando su estela en alguna parte de tu memoria.
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