No me gusta coleccionar nada. Ni me admira que otros me enseñen orgullosos sus colecciones de llaveros, ranas, buhos, elefantes, botellas de loquesea, libros antiguos, monedas, máquinas de cualquier tipo y un larguísimo etcétera (la creatividad en el coleccionismo desborda cualquier imaginación). Es más, hace unos años, un amigo me regaló un álbum lleno al 90% de bellísimas estampillas. Sé que valdría mucho si estuviera al cien por cien, pero lo confieso, se me hace cuesta arriba sólo conseguir un solo sello. Me deprime. Aún a pesar de esta lasitud, tengo pequeñísimas colecciones que se han ido haciendo solas por el empeño de mis amigos. Pero las ranas no llegan a 20 y las brujas, aún estirando, no alcanzan una decena. Tampoco es que me importen.
Pensando en las razones de esta cuasi aversión al coleccionismo, recordé que cuando estaba en tercero de primaria, mi compañerita de pupitre (con el inolvidable nombre de Lidia Loza Flores), coleccionista temprana ella, guardaba en su libro de lectura, bien aplanaditas, planchaditas con la uña del dedo gordo, decenas de envolturas de chocolate. Las había de todos tipos y colores. En ese maravilloso papel plata terciaban los rojos, azules, verdes, con los floreados, veteados, cuadriculados; las de formas redondas, cuadradas, triangulares, alargadas. Un compendio de todas las posibilidades de envolver un bombón se encontraba atesorado en ese envidiable libro.
Está demás decir, aunque no lo recuerdo, la impresión que me habrá dado observar ese maravilloso tesoro tejido pacientemente por una niña de 7 años. Por mi parte, intenté copiar esa impresionante obra, pero a mí se me rompían o salían volando nada más abrir la página correspondiente. Era una misión imposible e inútil. Entonces, troqué la labor manual por el sueño despierta (ya era muy ducha en ese entonces, siempre estaba con las musarañas) de secuestrar aquel libro imposible. En mis momentos de lucidez urdía planes de cambiárselo en el recreo y luego en mi casa trasladar esas joyas a otro libro. Pero, por suerte, era consciente de que se daría cuenta muy rápido porque el mío era un auténtico muestrario de orejas y manchas. Cuando estaba más en las nubes, soñaba que de noche me escurría en su casa, toda vestida de negro y robaba esa caja de caudales. No lo conseguí, y entonces una brillante y fructífera carrera de ladrona de guante blanco o política corrupta se frustró a esa temprana edad.
Tal vez, lo que más me marcó fue el descubrir que ni todo el oro del mundo podría darme el contenido de ese libro. Porque no eran los brillantes papelitos los que me atraían, eran esas impertubables y laboriosas manos capaces de haber trocado basuritas en joyas.
No sé qué habrá sido de esa niña, pero me gustaría saber si siguió urdiendo tejidos de estrellas que convirtieron a niñas como yo en coleccionafóbicas perdidas. Todo ante la posibilidad de ser apenas, por comparación, una sombra a su lado.
Pensando en las razones de esta cuasi aversión al coleccionismo, recordé que cuando estaba en tercero de primaria, mi compañerita de pupitre (con el inolvidable nombre de Lidia Loza Flores), coleccionista temprana ella, guardaba en su libro de lectura, bien aplanaditas, planchaditas con la uña del dedo gordo, decenas de envolturas de chocolate. Las había de todos tipos y colores. En ese maravilloso papel plata terciaban los rojos, azules, verdes, con los floreados, veteados, cuadriculados; las de formas redondas, cuadradas, triangulares, alargadas. Un compendio de todas las posibilidades de envolver un bombón se encontraba atesorado en ese envidiable libro.
Está demás decir, aunque no lo recuerdo, la impresión que me habrá dado observar ese maravilloso tesoro tejido pacientemente por una niña de 7 años. Por mi parte, intenté copiar esa impresionante obra, pero a mí se me rompían o salían volando nada más abrir la página correspondiente. Era una misión imposible e inútil. Entonces, troqué la labor manual por el sueño despierta (ya era muy ducha en ese entonces, siempre estaba con las musarañas) de secuestrar aquel libro imposible. En mis momentos de lucidez urdía planes de cambiárselo en el recreo y luego en mi casa trasladar esas joyas a otro libro. Pero, por suerte, era consciente de que se daría cuenta muy rápido porque el mío era un auténtico muestrario de orejas y manchas. Cuando estaba más en las nubes, soñaba que de noche me escurría en su casa, toda vestida de negro y robaba esa caja de caudales. No lo conseguí, y entonces una brillante y fructífera carrera de ladrona de guante blanco o política corrupta se frustró a esa temprana edad.
Tal vez, lo que más me marcó fue el descubrir que ni todo el oro del mundo podría darme el contenido de ese libro. Porque no eran los brillantes papelitos los que me atraían, eran esas impertubables y laboriosas manos capaces de haber trocado basuritas en joyas.
No sé qué habrá sido de esa niña, pero me gustaría saber si siguió urdiendo tejidos de estrellas que convirtieron a niñas como yo en coleccionafóbicas perdidas. Todo ante la posibilidad de ser apenas, por comparación, una sombra a su lado.
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