La primera experiencia que tuve con la muerte fue cuando apenas contaba 9 años; nuestra amiguita de infancia -Tania- murió de cáncer en los huesos. En esas épocas, los niños no nos perdíamos los velorios, ni los entierros. Todavía recuerdo la mano invisible que me obligaba a mirar a la niña muerta.
Luego murieron otros niños memorables. Tal vez una de las experiencias más remarcables sea aquélla vez en que con mi hermana y otra amiguita, intentamos evitar que un niño se tirara del autobús y conseguimos justamente lo contrario: cayó al revés y su cabeza se estrelló contra la acera. Todavía quiero creer que sobrevivió al accidente.
Cuando era pequeña la muerte era oscura y terrorífica, y los cementerios eran sitios densos y pesados. Este sentimiento duró hasta que una amiga murió en mis brazos. Lo más relevante de este suceso fue que tuviera que llevarla a su pueblo como si estuviera viva, dormida, apoyada a mi hombro, en un viaje que duró una larga hora y que me permitió vivirlo intensamente.
Esta experiencia palpable de muerte me hizo considerar que tal vez sólo era un escalón más hacia otra etapa, un paso de la materia a la energía. Que los muertos son cajas vacías y nada más; que lo que amamos alguna vez y por lo cual nos desvelamos, sufrimos, lloramos, no está más. Aunque sea duro constatar que, a partir de ese instante, sólo somos lo que queda en la memoria de los que nos amaron.
Luego vino una de las peores ausencias, la de mi padre, pero la que fue la definitiva, la que me hizo ver la vida de otra manera, fue la de Alba. Su temprana marcha se convirtió en ese punto de inflexión necesario, ese instante en el cual despiertas a una nueva persona. Fue la circunstancia que me hizo valorar de mejor manera cada día, cada instante vivido con las personas que quiero y me quieren. La vida comenzó a pintarse de colores vivos y brillantes.
Por eso, aquella tarde de martes de la semana pasada, en la que mi hija pequeña se demoró 40 minutos más de los acostumbrados; mientras esperaba en una esquina su regreso, imaginando pesadillas; sólo pensé que si la veía cruzar la calle hacia mí, volver a mí, mi chiquita, no me enfadaría, ni exigiría explicaciones. Todo lo contrario, esa tarde sería una tarde de festejo y enhorabuena; un agradecimiento a que los ríos volvieran a su cauce, a que la marea se vuelva estable, a que la lluvia no deje de caer, a que el universo no me diera la espalda.
Fue una tarde inolvidable y lo confieso sin sentimiento de culpa.
Luego murieron otros niños memorables. Tal vez una de las experiencias más remarcables sea aquélla vez en que con mi hermana y otra amiguita, intentamos evitar que un niño se tirara del autobús y conseguimos justamente lo contrario: cayó al revés y su cabeza se estrelló contra la acera. Todavía quiero creer que sobrevivió al accidente.
Cuando era pequeña la muerte era oscura y terrorífica, y los cementerios eran sitios densos y pesados. Este sentimiento duró hasta que una amiga murió en mis brazos. Lo más relevante de este suceso fue que tuviera que llevarla a su pueblo como si estuviera viva, dormida, apoyada a mi hombro, en un viaje que duró una larga hora y que me permitió vivirlo intensamente.
Esta experiencia palpable de muerte me hizo considerar que tal vez sólo era un escalón más hacia otra etapa, un paso de la materia a la energía. Que los muertos son cajas vacías y nada más; que lo que amamos alguna vez y por lo cual nos desvelamos, sufrimos, lloramos, no está más. Aunque sea duro constatar que, a partir de ese instante, sólo somos lo que queda en la memoria de los que nos amaron.
Luego vino una de las peores ausencias, la de mi padre, pero la que fue la definitiva, la que me hizo ver la vida de otra manera, fue la de Alba. Su temprana marcha se convirtió en ese punto de inflexión necesario, ese instante en el cual despiertas a una nueva persona. Fue la circunstancia que me hizo valorar de mejor manera cada día, cada instante vivido con las personas que quiero y me quieren. La vida comenzó a pintarse de colores vivos y brillantes.
Por eso, aquella tarde de martes de la semana pasada, en la que mi hija pequeña se demoró 40 minutos más de los acostumbrados; mientras esperaba en una esquina su regreso, imaginando pesadillas; sólo pensé que si la veía cruzar la calle hacia mí, volver a mí, mi chiquita, no me enfadaría, ni exigiría explicaciones. Todo lo contrario, esa tarde sería una tarde de festejo y enhorabuena; un agradecimiento a que los ríos volvieran a su cauce, a que la marea se vuelva estable, a que la lluvia no deje de caer, a que el universo no me diera la espalda.
Fue una tarde inolvidable y lo confieso sin sentimiento de culpa.
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