Ante la mención repetida del nombre de Coelho por una escritora que le gusta a mi hija, decidí leer una de sus obras más conocidas. Me pareció un infumable panfleto que rezumaba una gran autosuficiencia, con un sinembargo que paso a relatar.
Hace unos días recibí uno de esos odiosos pedeefes que se demoran un mundo en avanzar, aunque le des violentamente al mouse. Era un escrito de Coelho. Aunque no es difícil identificarlo como un plagio del pensamiento budista, reconozco que sus consejos son interesantes. Se llama "Cerrando círculos", y lo cierto es que si siguiéramos esas pautas (difíciles, todo hay que decir) seríamos un poquito más felices.
Sobre todo, deberíamos aplicarnos el cuento los que, un día, decidimos tomar vuelo (nunca mejor dicho) y marcharnos de nuestro país en un viaje aventurero y aventurado. Nosotros partimos y hacemos nuestra vida allende fronteras no exenta de muchos problemas, roturas, quebraduras, pérdidas, silencios, abandonos, impresionantes dosis de soledad, y hasta desprecio y, muchas veces incluso, racismo. Pero, nos levantamos como aves fénix y armamos un nuevo entorno; la mayoría de las veces lo hacemos con otros muñecos rotos como nosotros y así nos armamos un teatro de guiñol de segunda, de esos que van por los pueblos, en un remedo de arte, de felicidad. Pero cometemos un error garrafal.
Hace unos años, un alemán que vive en Bolivia me recomendó que no dejara nada en Bolivia, ni libros, ni muebles, ni siquiera un lápiz. Que todo lo que no podía traerme a España lo regalara o tirara, para que mi cordón umbilical se rompiera definitivamente y yo pudiera ser finalmente feliz sin ataduras. Que no se podía vivir con los pies en ambos lados del océano. Que él lo había hecho y que se sentía más boliviano que alemán desde entonces.
Nunca pude seguir su consejo y siempre que vuelvo a Bolivia, duermo en mi cama de siempre, tengo mis libros, mi escritorio, mis fotos en portaretratos, mis cosas, como si mi fantasma estuviera sentado todos los días leyendo mi primer "Robinson Crusoe". Eso me ata, me lastra, me queda.
Pero no son sólo los objetos, también las querencias y lo peor, los recuerdos de mi último tiempo pasado allí. Están cercanísimos, como si no hubieran pasado 14 años ya. La gente que se queda ha sepultado todo lo bueno y lo malo bajo una avalancha de nuevas experiencias, nuevas amistades, nuevos mundos. En cambio los muertos vivientes que vivimos a distancia, estiramos la mano y los tenemos allí, en la punta de los dedos, como si hubieran ocurrido ayer. Y todas las experiencias vividas en el país de acogida (no siempre acogedor) son como un globo que se infla en otra dirección y que no rellena el tiempo que media entre el presente y el pasado vivido en nuestro propio país.
Deberíamos reventar ese globo y por fin dejar que el pasado se aleje, se quede atrás, en el mejor sentido de cultura occidental. Y no hacer como los chinos y los aymaras que tienen el pasado adelante.
Vivir el día, debería ser la consigna. Y todos ustedes, amigos que me leen, deberían quedarse en un locus perdido, que venga a mí sólo cuando necesite una palabra de aliento, sin dejar paso a la amargura de saber que casi los tengo perdidos.
Nada más.
Hace unos días recibí uno de esos odiosos pedeefes que se demoran un mundo en avanzar, aunque le des violentamente al mouse. Era un escrito de Coelho. Aunque no es difícil identificarlo como un plagio del pensamiento budista, reconozco que sus consejos son interesantes. Se llama "Cerrando círculos", y lo cierto es que si siguiéramos esas pautas (difíciles, todo hay que decir) seríamos un poquito más felices.
Sobre todo, deberíamos aplicarnos el cuento los que, un día, decidimos tomar vuelo (nunca mejor dicho) y marcharnos de nuestro país en un viaje aventurero y aventurado. Nosotros partimos y hacemos nuestra vida allende fronteras no exenta de muchos problemas, roturas, quebraduras, pérdidas, silencios, abandonos, impresionantes dosis de soledad, y hasta desprecio y, muchas veces incluso, racismo. Pero, nos levantamos como aves fénix y armamos un nuevo entorno; la mayoría de las veces lo hacemos con otros muñecos rotos como nosotros y así nos armamos un teatro de guiñol de segunda, de esos que van por los pueblos, en un remedo de arte, de felicidad. Pero cometemos un error garrafal.
Hace unos años, un alemán que vive en Bolivia me recomendó que no dejara nada en Bolivia, ni libros, ni muebles, ni siquiera un lápiz. Que todo lo que no podía traerme a España lo regalara o tirara, para que mi cordón umbilical se rompiera definitivamente y yo pudiera ser finalmente feliz sin ataduras. Que no se podía vivir con los pies en ambos lados del océano. Que él lo había hecho y que se sentía más boliviano que alemán desde entonces.
Nunca pude seguir su consejo y siempre que vuelvo a Bolivia, duermo en mi cama de siempre, tengo mis libros, mi escritorio, mis fotos en portaretratos, mis cosas, como si mi fantasma estuviera sentado todos los días leyendo mi primer "Robinson Crusoe". Eso me ata, me lastra, me queda.
Pero no son sólo los objetos, también las querencias y lo peor, los recuerdos de mi último tiempo pasado allí. Están cercanísimos, como si no hubieran pasado 14 años ya. La gente que se queda ha sepultado todo lo bueno y lo malo bajo una avalancha de nuevas experiencias, nuevas amistades, nuevos mundos. En cambio los muertos vivientes que vivimos a distancia, estiramos la mano y los tenemos allí, en la punta de los dedos, como si hubieran ocurrido ayer. Y todas las experiencias vividas en el país de acogida (no siempre acogedor) son como un globo que se infla en otra dirección y que no rellena el tiempo que media entre el presente y el pasado vivido en nuestro propio país.
Deberíamos reventar ese globo y por fin dejar que el pasado se aleje, se quede atrás, en el mejor sentido de cultura occidental. Y no hacer como los chinos y los aymaras que tienen el pasado adelante.
Vivir el día, debería ser la consigna. Y todos ustedes, amigos que me leen, deberían quedarse en un locus perdido, que venga a mí sólo cuando necesite una palabra de aliento, sin dejar paso a la amargura de saber que casi los tengo perdidos.
Nada más.
Comentarios
Yo por mi parte, creo que ya me acostumbré a ser 'muñeco roto', como tú lo pintas, con un corazón hecho de retales del mundo.
Pero no veo como quemar mis naves cambiaría las cosas, cuando es el corazón lo que te has ido dejando de puerto en puerto.
Estirar la mano y tocar el pasado fresco si quieres es también una ventaja.
¿Y quién dice que el pasado es menos importante o real que el presente o el futuro? Sin pasado el presente no existiría, o significaría otra cosa.
Cada 'aquí y ahora' que vivimos en algún momento se convertirá en pasado, no desaparecerá, sino que pasará a formar parte de nuestro todo, de quienes somos.
Cuando ves una película, aunque vayas por el medio o por el final, la primera escena sigue teniendo su lugar y su importancia. Y no se ha perdido: puedes rebobinar para capturarla.
Muchos besos,
Almudena