Este septiembre me vuelve a entrar en vena. Con un verano que se resiste a dejarnos y con una serie de movilizaciones sociales que lo convierten en algo diferente a los últimos septiembres. Sumado a que marca un fin de una etapa de tu vida.
Coincido con J.J. Millás en que la vida debería medirse en septiembres. De hacerlo, yo tendría 14. Catorce en los cuales tuve que verte partir y ser engullida en eso que llamamos escuela, que es como un monstruo grande que se alimenta de niñ@s aterrorizados, que lloran y moquean porque dejan el hogar, que es como una placenta en la que vivieron felices. Imposible no olvidar aquella primera vez en que te entregué a la sociedad, así, pequeñita, con tu vestidito verde, una coletita en el pelo, corriendo hacia mí, chillando por la separación. Fue una escuela horrible y tuve que buscarte otra más amable. Sabía por experiencia propia que ese primer acto de socialización tiene unas consencuencias notables en el desarrollo psico-social de las personas, por eso estuve atenta, fui empática y te apoyé en todo, hasta que superaste ese trago amargo. Más tarde, lo haría con tu hermanita, pero tu presencia en el mismo espacio era una suerte de muleta para ella.
Sí, reconozco que fui una madre sobreprotectora cuando eran pequeñas, porque temprano me di cuenta que los niñ@s sin sombra materna o paterna son aplastados por otros padres y madres, por sus hijos y por la escuela. Eso, les dio seguridad a ambas y ahora se atreven a luchar con sus propios discursos, a enfrentarse con sus propias palabras, aplicando la ironía y el buen argumento; lo cual, lejos de hacerme sentir sobrante, me reconcilia conmigo misma y me hace pensar que no estuve equivocada las veces que salí en su defensa y debatí -siempre en voz bajita para no perder la razón, algo raro en mí- con profesores y directores para hacerles entender que no eran adultas pequeñas e idiotas, sólo unas niñas que aprendían a vivir en sociedad y que esta representación reducida de ella debería, ante todo, respetar las normas de la democracia, es decir, respetar la voz de todos y ante todo, el disenso.
Las extraño estos septiembres y todos debemos acomodarnos a estas ausencias. El primero fue el equivalente a la orejita que se levanta en la pegatina con la marca de tu nuevo ordenador y que, por una extraña razón, no te animas a arrancarla. Tal vez, porque te apetece apoyarte en ella. Pero cada vez se va despegando un poco más, hasta que, finalmente, tienes que separarla entera. Pero queda el pegamento que te recuerda que algo estuvo allí. Y así vendrá algún septiembre que ya no marque el comienzo de un nuevo año escolar porque ya os habréis marchado.
Pero, al salir a la calle me cruzaré con niños y niñas que me lo recuerden, uniformes que certifiquen la llegada de un nuevo septiembre... El mes en el que los padres y madres volvemos a ser niñ@s.
Coincido con J.J. Millás en que la vida debería medirse en septiembres. De hacerlo, yo tendría 14. Catorce en los cuales tuve que verte partir y ser engullida en eso que llamamos escuela, que es como un monstruo grande que se alimenta de niñ@s aterrorizados, que lloran y moquean porque dejan el hogar, que es como una placenta en la que vivieron felices. Imposible no olvidar aquella primera vez en que te entregué a la sociedad, así, pequeñita, con tu vestidito verde, una coletita en el pelo, corriendo hacia mí, chillando por la separación. Fue una escuela horrible y tuve que buscarte otra más amable. Sabía por experiencia propia que ese primer acto de socialización tiene unas consencuencias notables en el desarrollo psico-social de las personas, por eso estuve atenta, fui empática y te apoyé en todo, hasta que superaste ese trago amargo. Más tarde, lo haría con tu hermanita, pero tu presencia en el mismo espacio era una suerte de muleta para ella.
Sí, reconozco que fui una madre sobreprotectora cuando eran pequeñas, porque temprano me di cuenta que los niñ@s sin sombra materna o paterna son aplastados por otros padres y madres, por sus hijos y por la escuela. Eso, les dio seguridad a ambas y ahora se atreven a luchar con sus propios discursos, a enfrentarse con sus propias palabras, aplicando la ironía y el buen argumento; lo cual, lejos de hacerme sentir sobrante, me reconcilia conmigo misma y me hace pensar que no estuve equivocada las veces que salí en su defensa y debatí -siempre en voz bajita para no perder la razón, algo raro en mí- con profesores y directores para hacerles entender que no eran adultas pequeñas e idiotas, sólo unas niñas que aprendían a vivir en sociedad y que esta representación reducida de ella debería, ante todo, respetar las normas de la democracia, es decir, respetar la voz de todos y ante todo, el disenso.
Las extraño estos septiembres y todos debemos acomodarnos a estas ausencias. El primero fue el equivalente a la orejita que se levanta en la pegatina con la marca de tu nuevo ordenador y que, por una extraña razón, no te animas a arrancarla. Tal vez, porque te apetece apoyarte en ella. Pero cada vez se va despegando un poco más, hasta que, finalmente, tienes que separarla entera. Pero queda el pegamento que te recuerda que algo estuvo allí. Y así vendrá algún septiembre que ya no marque el comienzo de un nuevo año escolar porque ya os habréis marchado.
Pero, al salir a la calle me cruzaré con niños y niñas que me lo recuerden, uniformes que certifiquen la llegada de un nuevo septiembre... El mes en el que los padres y madres volvemos a ser niñ@s.
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