Suelo elegir muy bien los libros que leo porque tengo poco tiempo y mucha
literatura a la que aún no he hincado el diente; por esta razón, cuando comienzo con el elegido no lo
devoro de una sentada porque me ocurre como con la comida: si comes muy
rápido, te atosigas y al final no te enteras de los sabores, la textura,
el detalle. Acostumbro a ir degustando mis lecturas con finura y a disfrutar de las
metáforas, que mastico lentamente; las comparaciones, que hacen que vuelva
a ellas envolviendo todo el párrafo, y todas las figuras literarias que
me hacen gozar de la lectura, porque son como la sal, la pimienta y el gengibre, cuya ausencia no la vuelve sosa, más bien inane.
Es lo que hice con Sobre héroes y tumbas de Sábato, que es, sólo para empezar, la apasionante historia de los Olmos que, real o imaginaria, le imprime mucho morbo; con el añadido de que una de sus partes es el famoso Informe sobre ciegos, al cual deseaba fervientemente llegar. Cuando al fin alcancé la ansiada página, marqué el comienzo de mi lectura con emoción contenida y me lancé a ella como quien se tira de un tobogán de agua, de esos que tienen curvas y en los que tu velocidad depende de tu posición, y fui haciendo avances controlados, en mis casi madrugadas de lectura, de modo que fuera un evento inolvidable. Y lo fue. Claro que lo fue. A tal nivel, que viví momentos de tensión recalcables, de esos que te quitan el sueño y que te generan problemas en la mandíbula al día siguiente.
Mientras lo leía pensaba que en la base deben de estar las experiencias del propio autor con ciegos; historias tremendas donde las haya, dado el resultado de su lectura. Tal vez, inspirado en hechos como éstos, Sábato hubiera escrito su inquietante informe; Saramago, su novela Ensayo sobre la ceguera, en su serie de metáforas extremas que demuestran la verdadera naturaleza del ser humano; y Maupassant El ciego, el pobre ciego que terminara congelado en una cuneta.
Estos tres autores me retrotrajeron a mis propias experiencias con invidentes. Desde pequeña me enseñaron a tenerles lástima y como la lástima no es un sentimiento que se precie, aprendí a considerarlos como mis iguales, a pesar de sus diferencias, como también hice con los que tenían diferentes minusvalías o grandes quemaduras. A tal grado llegaba mi trato con ellos que no era extraño hacer correr a alguien con muletas o comprobar extrañada la cara de terror de la gente cuando salía a la calle con un amigo quemado por el nápalm. Me había acostumbrado a ellos y los veía con otros ojos, comprobando mi teoría de que sólo la primera impresión es la realmente objetiva porque no está mediatizada por el aprecio y que, por suerte o por desgracia según sea el caso, sólo dura un instante.
Cuando estudiaba en La Habana, a veces comía sola en el comedor universitario. En una de esas solitarias cenas descubrí que un chico me miraba fijamente, como si hubiera quedado prendado con mi "belleza". Me sentí muy incómoda y sólo atiné a arreglarme un poco el peinado, inquieta por su valoración. Estuvimos así un tiempo indeterminado, él mirándome y yo haciéndome la que saludaba a otra persona invisible, o que comía mirando cómo el sol se sumergia en el mar, o que contaba los granos de arroz con exactitud candorosa. Cuando estuve a punto de entregar la bandeja sin haber terminado de comer, va el chico y se levanta y, tanteando, su mano da encuentro a su bastón de ciego. Comencé a reírme sin parar pensando que ésta era una gran anécdota. Más tarde comprobaría en una película -Hombre mirando al sudeste- que no era a la primera que pasaba, y que por fuerza tampoco sería a la última. Más tarde, lo volví a ver en el ascensor, esta vez conciente de su ceguera y fui testigo de una escena un poco rara, de una voluptuosidad grosera. Estábamos varios estudiantes en una pequeña cola para coger el ascensor y este chico, que estaba de primero con una chica, levantó la mano derecha lentamente y comenzó a acariciarle la cara, como pretendiendo conocer sus más íntimos secretos, como si con ese gesto robara sus facciones, las absoviera y dejara una masa informe. No era una escena sensual, como pudiera esperarse, ni siquiera inspiraba erotismo, era burda y torpe. Y la chica lo reflejaba con una patente incomodidad y deseos de estar a cien mil kilómetros de allí. El silencio se instaló en los que fungíamos de ocasionales testigos y como ya el ciego había entrado mal en mi vida, sentí un profundo rechazo y a partir de entonces traté de evitarlo.
Como no pretendía generalizar mi desagrado a todos los invidentes del mundo, muchos años después, en ese afan que hace que pretendas hacer la buena acción del día, como buen boy scout, me dispuse a ayudar a una ciega a cruzar la calle. La cogí del codo y en medio de la calle me di cuenta que iba furiosa, como si en un acto de prejuicio la hubiera denostado y yo erre que erre pensé que no me importara su maltrato si tenía que llevarla a sitio seguro. Cuando llegamos a la boca de metro, sin darme las gracias, se soltó con violencia y me dijo que ya podía sola. Casi se mata bajando las escaleras para demostrarlo y no me reí nomás porque sentí consideración con ella y pensando que era un caso aislado y que tal vez estaba pasando un mal día.
En otra ocasión, el ciego que está en Alberto Aguilera pedía que le ayudaran a cruzar la avenida y yo me ofrecí dándole el brazo. Cuando estábamos a mitad de la calle, me pasó la mano por uno de mis pechos con lascivia, lo cual hizo que lo odiara, a tal grado que lo dejé en medio del paso peatonal, pensando ahora te jodes, ¡desgraciao!
La más graciosa de todas fue cuando vi a un ciego en el semáforo esperando que éste empezara a sonar bibibibi para cruzar la calle. Pensando que no todos los ciegos eran como ese aprovechado que le gustaba pasarle la mano a las mujeres o como la idiota que se enfadó conmigo, me acerqué con la mejor de mis intenciones, le puse la mano en el codo y le pregunté ¿le ayudo? Entonces, él se dio la vuelta, me miró con sus vitales ojos y me respondió con otra pregunta ¿A qué me va a ayudar?? Lo solté rápidamente y crucé la calle veloz, poniendo tierra de por medio, entre avergonzada y muerta de la risa.
Después de toda esta experiencia con ciegos, no les extrañará que les cuente que la última vez que vi a uno de ellos intentar cruzar la calle, me dije, ahí te quedas, no te ayudo. Ni siquiera me moví un milímetro cuando casi lo atropellan por lo despistado que estaba. Siendo la única que podía hacer algo, decidí dejar que se aventurara solo, igual tenía un ángel aparte, uno nunca sabe. Tuvieron que venir otra personas corriendo a volverlo a meter a la acera porque sino hubiéramos sido testigos de las vicisitudes de un ciego en la plena calzada. ¿Y yo? Lo miraba impasible, con una media sonrisa, haciendo apuestas conmigo misma de que si llegaba al otro lado de la calle me tomaba un helado de premio.
Indudablemente, ninguna de mis historias se acerca en lo más mínimo al Informe sobre ciegos y es que para escribirlo hay que tener bajo la manga mucha imaginación o la mayor recolección de equívocas experiencias.
Leedlo, no tiene desperdicio...
Es lo que hice con Sobre héroes y tumbas de Sábato, que es, sólo para empezar, la apasionante historia de los Olmos que, real o imaginaria, le imprime mucho morbo; con el añadido de que una de sus partes es el famoso Informe sobre ciegos, al cual deseaba fervientemente llegar. Cuando al fin alcancé la ansiada página, marqué el comienzo de mi lectura con emoción contenida y me lancé a ella como quien se tira de un tobogán de agua, de esos que tienen curvas y en los que tu velocidad depende de tu posición, y fui haciendo avances controlados, en mis casi madrugadas de lectura, de modo que fuera un evento inolvidable. Y lo fue. Claro que lo fue. A tal nivel, que viví momentos de tensión recalcables, de esos que te quitan el sueño y que te generan problemas en la mandíbula al día siguiente.
Mientras lo leía pensaba que en la base deben de estar las experiencias del propio autor con ciegos; historias tremendas donde las haya, dado el resultado de su lectura. Tal vez, inspirado en hechos como éstos, Sábato hubiera escrito su inquietante informe; Saramago, su novela Ensayo sobre la ceguera, en su serie de metáforas extremas que demuestran la verdadera naturaleza del ser humano; y Maupassant El ciego, el pobre ciego que terminara congelado en una cuneta.
Estos tres autores me retrotrajeron a mis propias experiencias con invidentes. Desde pequeña me enseñaron a tenerles lástima y como la lástima no es un sentimiento que se precie, aprendí a considerarlos como mis iguales, a pesar de sus diferencias, como también hice con los que tenían diferentes minusvalías o grandes quemaduras. A tal grado llegaba mi trato con ellos que no era extraño hacer correr a alguien con muletas o comprobar extrañada la cara de terror de la gente cuando salía a la calle con un amigo quemado por el nápalm. Me había acostumbrado a ellos y los veía con otros ojos, comprobando mi teoría de que sólo la primera impresión es la realmente objetiva porque no está mediatizada por el aprecio y que, por suerte o por desgracia según sea el caso, sólo dura un instante.
Cuando estudiaba en La Habana, a veces comía sola en el comedor universitario. En una de esas solitarias cenas descubrí que un chico me miraba fijamente, como si hubiera quedado prendado con mi "belleza". Me sentí muy incómoda y sólo atiné a arreglarme un poco el peinado, inquieta por su valoración. Estuvimos así un tiempo indeterminado, él mirándome y yo haciéndome la que saludaba a otra persona invisible, o que comía mirando cómo el sol se sumergia en el mar, o que contaba los granos de arroz con exactitud candorosa. Cuando estuve a punto de entregar la bandeja sin haber terminado de comer, va el chico y se levanta y, tanteando, su mano da encuentro a su bastón de ciego. Comencé a reírme sin parar pensando que ésta era una gran anécdota. Más tarde comprobaría en una película -Hombre mirando al sudeste- que no era a la primera que pasaba, y que por fuerza tampoco sería a la última. Más tarde, lo volví a ver en el ascensor, esta vez conciente de su ceguera y fui testigo de una escena un poco rara, de una voluptuosidad grosera. Estábamos varios estudiantes en una pequeña cola para coger el ascensor y este chico, que estaba de primero con una chica, levantó la mano derecha lentamente y comenzó a acariciarle la cara, como pretendiendo conocer sus más íntimos secretos, como si con ese gesto robara sus facciones, las absoviera y dejara una masa informe. No era una escena sensual, como pudiera esperarse, ni siquiera inspiraba erotismo, era burda y torpe. Y la chica lo reflejaba con una patente incomodidad y deseos de estar a cien mil kilómetros de allí. El silencio se instaló en los que fungíamos de ocasionales testigos y como ya el ciego había entrado mal en mi vida, sentí un profundo rechazo y a partir de entonces traté de evitarlo.
Como no pretendía generalizar mi desagrado a todos los invidentes del mundo, muchos años después, en ese afan que hace que pretendas hacer la buena acción del día, como buen boy scout, me dispuse a ayudar a una ciega a cruzar la calle. La cogí del codo y en medio de la calle me di cuenta que iba furiosa, como si en un acto de prejuicio la hubiera denostado y yo erre que erre pensé que no me importara su maltrato si tenía que llevarla a sitio seguro. Cuando llegamos a la boca de metro, sin darme las gracias, se soltó con violencia y me dijo que ya podía sola. Casi se mata bajando las escaleras para demostrarlo y no me reí nomás porque sentí consideración con ella y pensando que era un caso aislado y que tal vez estaba pasando un mal día.
En otra ocasión, el ciego que está en Alberto Aguilera pedía que le ayudaran a cruzar la avenida y yo me ofrecí dándole el brazo. Cuando estábamos a mitad de la calle, me pasó la mano por uno de mis pechos con lascivia, lo cual hizo que lo odiara, a tal grado que lo dejé en medio del paso peatonal, pensando ahora te jodes, ¡desgraciao!
La más graciosa de todas fue cuando vi a un ciego en el semáforo esperando que éste empezara a sonar bibibibi para cruzar la calle. Pensando que no todos los ciegos eran como ese aprovechado que le gustaba pasarle la mano a las mujeres o como la idiota que se enfadó conmigo, me acerqué con la mejor de mis intenciones, le puse la mano en el codo y le pregunté ¿le ayudo? Entonces, él se dio la vuelta, me miró con sus vitales ojos y me respondió con otra pregunta ¿A qué me va a ayudar?? Lo solté rápidamente y crucé la calle veloz, poniendo tierra de por medio, entre avergonzada y muerta de la risa.
Después de toda esta experiencia con ciegos, no les extrañará que les cuente que la última vez que vi a uno de ellos intentar cruzar la calle, me dije, ahí te quedas, no te ayudo. Ni siquiera me moví un milímetro cuando casi lo atropellan por lo despistado que estaba. Siendo la única que podía hacer algo, decidí dejar que se aventurara solo, igual tenía un ángel aparte, uno nunca sabe. Tuvieron que venir otra personas corriendo a volverlo a meter a la acera porque sino hubiéramos sido testigos de las vicisitudes de un ciego en la plena calzada. ¿Y yo? Lo miraba impasible, con una media sonrisa, haciendo apuestas conmigo misma de que si llegaba al otro lado de la calle me tomaba un helado de premio.
Indudablemente, ninguna de mis historias se acerca en lo más mínimo al Informe sobre ciegos y es que para escribirlo hay que tener bajo la manga mucha imaginación o la mayor recolección de equívocas experiencias.
Leedlo, no tiene desperdicio...
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