Mi querida, mi cariño mío:
Cada ausencia se va convirtiendo en una apertura por donde se me enfría el alma y ya tengo la edad suficiente como para tener mucho frío. Hoy se cumple una semana de tu partida y recién tengo los aprestos para escribirte.
Enero siempre entra con mal pie. Es un mes que se percibe muy largo. Empieza con la paga antes de navidad, que suele ser tempranera para contribuir al comercio, y ésta se acaba pronto y te deja con las ganas de empujar los días, de no vivirlos con tal de llegar a la siguiente; además, es cuando el frío se cuela por las ventanas, por los resquicios de las puertas y se manifiesta con dureza en las calles, golpeando indolente a los que viven en ellas. Apagadas las luces del árbol, guardados los regalos, acallados los villancicos, sólo toca afrontarlo como mal se pueda, con los ojos puestos en marzo. Para nosotros coincide con dos pérdidas importantes, la de la abuela Ángeles y la de mi amiga Ilda, que eligieron el mismo día, el 26. Y ahora te sumas tú.
Cuando aquel lejano 19 de julio del 2000 llegaste a nuestras vidas, no eras más que una bolita de pelo gordita y blanca. Tú y tu hermana Linda entraron en casa como propietarias con llave y sutilmente se hicieron dueñas de las dos niñas que pasarían a ser sus compañeras de habitación, compañeras de vida. Linda con Irma y tú con Ángeles. Los nombres tuvieron largas rutas, pero se asentaron en Linda y Ariel. Tú recibiste un nombre de princesa del mar y siempre demostraste, con esos aires de gran dama que conservaste hasta el final, que había sido un acierto: eras una real princesa.
La muerte de Linda, tres años después, nos pilló a todos por sorpresa y a ti más. La buscaste durante mucho tiempo porque no entendías cómo era posible que desapareciera así, de pronto. Y mirabas hacia el sitio donde la viste por última vez, aquel alféizar donde estábais las dos y desde donde ella se defenestrara. Pero sobreviviste al dolor porque los animales lo entienden mejor que nosotros, que a pesar de nuestra también naturaleza animal estamos tan llenos de apegos.
Y fue pasando el tiempo y tu protegida fue creciendo y tú, envejeciendo. Y se terminaron las muñecas y los peluches, clausuramos la casita de muñecas, guardamos los juguetes en baúles y empezamos a cerrar la puerta de la infancia. No sin dolor para mí, que veía que mis hijas se iban integrando al mundo, despegándose de mí como un sticker que se va arrancando paulatinamente por el uso. Yo sabía que el último pedazo del mismo eras tú, que tú marcarías la pauta del final de su infancia. Eso hacía que temiera que llegara el momento.
Por esta razón, cuando el domingo 18 te llevamos al veterinario de urgencia, sentí que empezaba la caída. A mi edad ya tengo certezas respecto a ciertas cosas, aunque la gente me suele llamar negativa y con ese estilo naïf que caracteriza a algunos, me piden que sea positiva y menos determinista. Pero no era difícil darnos cuenta que vivíamos tu última etapa de vida, aunque siempre dejé encendida la velita de la esperanza de tu recuperación hasta el final. Consciente de ello, pedí hacer las fotos que faltaban, contigo todavía en buen estado. A partir de ahí, fue una sucesión de malas noticias y la decisión mía de parar cualquier intervención médica que evitara más sufrimiento y que no fuera darte un par de pastillas para que te sintieras menos mal.
Yo te miraba. Y pensaba en la fortaleza del instinto animal. Y empezaste a abandonar tus costumbres, como si quisieras que nos acostumbráramos a tu ausencia. Ya no me despertabas para que te diera comida, ya no rascabas la puerta, no hacías tus ruiditos acostumbrados, ya la cocina estaba vacía. Dejaste tu sofá y te instalaste en nuestra cama (no puedo precisar bien cuándo fue ese cambio, yo, que suelo ser la cronista doméstica), sólo querías oscuridad, calor y silencio.
Tu deterioro se hacía evidente, aunque yo me empeñaba en obligarte a comer para que tuvieras fuerzas para vencer la enfermedad (no estaba tan equivocada, era un virus) y tú sólo te bajabas de la cama para ir a beber agua, algo que costaba mucho, por lo que sumergías los morros e ibas bebiendo suavecito, y luego, con dificultad, volvías a tu lecho.
El veterinario me había aconsejado la eutanasia, nada más verte la primera vez. Creo que él ya tenía claro que por la edad y los síntomas, poco había que hacer. Las diferentes pruebas, que fueron muchas, no daban señal de lo que realmente te aquejaba, por lo que yo no quería adelantar decisiones, pero le dije que sí, que yo apoyaba la eutanasia incluso para los humanos. Tengo pocas cosas claras en mi vida y esa era una de ellas, decir "no" al sufrimiento pensaba que era una causa incuestionable. Pero me equivoqué.
Como te ibas consumiendo y hasta tus ojos se habían hundido, en unas cuencas que parecían no tener tope, tomamos la decisión de ayudarte a morir. Fuimos corriendo la fecha con el fin de que todos nos diéramos el espacio para que fuera un acto lo menos desagradable posible, ya que la muerte en sí es siempre algo doloroso, pero se trataba de que fuera suave. Y llegamos al jueves. Había pedido al veterinario -una grandísima persona- que vinera a casa, para evitar que murieras en un sitio frío y desapacible y que fuera en la casa en la que habías sido feliz. Para que no te asustaras, le pedimos que nos diera una pastilla para que durmieras y no lo vieras llegar. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula al darnos cuenta que habíamos cometido un error: tú no querías dormir, tal vez consciente de que no despertarías jamás. Y me recordó a mi amiga Ilda, que hizo la misma resistencia. La pregunta de mi hija, abrazada al animal, resumió todo lo que sentíamos: ¿Qué hemos hecho?.
He sido defensora de la eutanasia hasta ese día. Creo que la eutanasia es buena, se evita el sufrimiento, pero no puedes obligar a nadie a morir. Sólo a ti misma. Como un ser de la duda que soy, relativizo también esa certidumbre.
Cuando llegó el veterinario, lo escuchaste y quisiste evitar lo que venía y eso convirtió tu partida en algo aún más doloroso. Luego fue todo muy rápido, pero inolvidable. Minutos que duraron siglos y que rasgaron de cuajo todas mis defensas y me hicieron recordar el dicho aquel, que la vida no te dé todo lo que puedes soportar, porque al final es más de lo que se espera.
Y así te marchaste y así se inauguró tu larga ausencia, mi cariño mío, mi chiquita, mi alma mía, ángel de la guarda de mi hija... Con tu cuerpito aún caliente, hice lo que suelo hacer en estas circunstancias: cerrar los ojos y desear que pasara una semana para que se diluyera un poco el dolor. Y pasó esa semana en la que dejé de hablar de ti para evitar caer en el abismo. Y esperé darme un poco de aliento -desde aquel día en que las piedras de mi fortaleza se vinieron abajo con el soplo de la muerte-, para escribirte, para pensarte, para recordarte. Y es lo que hago ahora porque te mereces eso y mucho más.
Mereces que no te olvide...
Cada ausencia se va convirtiendo en una apertura por donde se me enfría el alma y ya tengo la edad suficiente como para tener mucho frío. Hoy se cumple una semana de tu partida y recién tengo los aprestos para escribirte.
Enero siempre entra con mal pie. Es un mes que se percibe muy largo. Empieza con la paga antes de navidad, que suele ser tempranera para contribuir al comercio, y ésta se acaba pronto y te deja con las ganas de empujar los días, de no vivirlos con tal de llegar a la siguiente; además, es cuando el frío se cuela por las ventanas, por los resquicios de las puertas y se manifiesta con dureza en las calles, golpeando indolente a los que viven en ellas. Apagadas las luces del árbol, guardados los regalos, acallados los villancicos, sólo toca afrontarlo como mal se pueda, con los ojos puestos en marzo. Para nosotros coincide con dos pérdidas importantes, la de la abuela Ángeles y la de mi amiga Ilda, que eligieron el mismo día, el 26. Y ahora te sumas tú.
Cuando aquel lejano 19 de julio del 2000 llegaste a nuestras vidas, no eras más que una bolita de pelo gordita y blanca. Tú y tu hermana Linda entraron en casa como propietarias con llave y sutilmente se hicieron dueñas de las dos niñas que pasarían a ser sus compañeras de habitación, compañeras de vida. Linda con Irma y tú con Ángeles. Los nombres tuvieron largas rutas, pero se asentaron en Linda y Ariel. Tú recibiste un nombre de princesa del mar y siempre demostraste, con esos aires de gran dama que conservaste hasta el final, que había sido un acierto: eras una real princesa.
La muerte de Linda, tres años después, nos pilló a todos por sorpresa y a ti más. La buscaste durante mucho tiempo porque no entendías cómo era posible que desapareciera así, de pronto. Y mirabas hacia el sitio donde la viste por última vez, aquel alféizar donde estábais las dos y desde donde ella se defenestrara. Pero sobreviviste al dolor porque los animales lo entienden mejor que nosotros, que a pesar de nuestra también naturaleza animal estamos tan llenos de apegos.
Y fue pasando el tiempo y tu protegida fue creciendo y tú, envejeciendo. Y se terminaron las muñecas y los peluches, clausuramos la casita de muñecas, guardamos los juguetes en baúles y empezamos a cerrar la puerta de la infancia. No sin dolor para mí, que veía que mis hijas se iban integrando al mundo, despegándose de mí como un sticker que se va arrancando paulatinamente por el uso. Yo sabía que el último pedazo del mismo eras tú, que tú marcarías la pauta del final de su infancia. Eso hacía que temiera que llegara el momento.
Por esta razón, cuando el domingo 18 te llevamos al veterinario de urgencia, sentí que empezaba la caída. A mi edad ya tengo certezas respecto a ciertas cosas, aunque la gente me suele llamar negativa y con ese estilo naïf que caracteriza a algunos, me piden que sea positiva y menos determinista. Pero no era difícil darnos cuenta que vivíamos tu última etapa de vida, aunque siempre dejé encendida la velita de la esperanza de tu recuperación hasta el final. Consciente de ello, pedí hacer las fotos que faltaban, contigo todavía en buen estado. A partir de ahí, fue una sucesión de malas noticias y la decisión mía de parar cualquier intervención médica que evitara más sufrimiento y que no fuera darte un par de pastillas para que te sintieras menos mal.
Yo te miraba. Y pensaba en la fortaleza del instinto animal. Y empezaste a abandonar tus costumbres, como si quisieras que nos acostumbráramos a tu ausencia. Ya no me despertabas para que te diera comida, ya no rascabas la puerta, no hacías tus ruiditos acostumbrados, ya la cocina estaba vacía. Dejaste tu sofá y te instalaste en nuestra cama (no puedo precisar bien cuándo fue ese cambio, yo, que suelo ser la cronista doméstica), sólo querías oscuridad, calor y silencio.
Tu deterioro se hacía evidente, aunque yo me empeñaba en obligarte a comer para que tuvieras fuerzas para vencer la enfermedad (no estaba tan equivocada, era un virus) y tú sólo te bajabas de la cama para ir a beber agua, algo que costaba mucho, por lo que sumergías los morros e ibas bebiendo suavecito, y luego, con dificultad, volvías a tu lecho.
El veterinario me había aconsejado la eutanasia, nada más verte la primera vez. Creo que él ya tenía claro que por la edad y los síntomas, poco había que hacer. Las diferentes pruebas, que fueron muchas, no daban señal de lo que realmente te aquejaba, por lo que yo no quería adelantar decisiones, pero le dije que sí, que yo apoyaba la eutanasia incluso para los humanos. Tengo pocas cosas claras en mi vida y esa era una de ellas, decir "no" al sufrimiento pensaba que era una causa incuestionable. Pero me equivoqué.
Como te ibas consumiendo y hasta tus ojos se habían hundido, en unas cuencas que parecían no tener tope, tomamos la decisión de ayudarte a morir. Fuimos corriendo la fecha con el fin de que todos nos diéramos el espacio para que fuera un acto lo menos desagradable posible, ya que la muerte en sí es siempre algo doloroso, pero se trataba de que fuera suave. Y llegamos al jueves. Había pedido al veterinario -una grandísima persona- que vinera a casa, para evitar que murieras en un sitio frío y desapacible y que fuera en la casa en la que habías sido feliz. Para que no te asustaras, le pedimos que nos diera una pastilla para que durmieras y no lo vieras llegar. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula al darnos cuenta que habíamos cometido un error: tú no querías dormir, tal vez consciente de que no despertarías jamás. Y me recordó a mi amiga Ilda, que hizo la misma resistencia. La pregunta de mi hija, abrazada al animal, resumió todo lo que sentíamos: ¿Qué hemos hecho?.
He sido defensora de la eutanasia hasta ese día. Creo que la eutanasia es buena, se evita el sufrimiento, pero no puedes obligar a nadie a morir. Sólo a ti misma. Como un ser de la duda que soy, relativizo también esa certidumbre.
Cuando llegó el veterinario, lo escuchaste y quisiste evitar lo que venía y eso convirtió tu partida en algo aún más doloroso. Luego fue todo muy rápido, pero inolvidable. Minutos que duraron siglos y que rasgaron de cuajo todas mis defensas y me hicieron recordar el dicho aquel, que la vida no te dé todo lo que puedes soportar, porque al final es más de lo que se espera.
Y así te marchaste y así se inauguró tu larga ausencia, mi cariño mío, mi chiquita, mi alma mía, ángel de la guarda de mi hija... Con tu cuerpito aún caliente, hice lo que suelo hacer en estas circunstancias: cerrar los ojos y desear que pasara una semana para que se diluyera un poco el dolor. Y pasó esa semana en la que dejé de hablar de ti para evitar caer en el abismo. Y esperé darme un poco de aliento -desde aquel día en que las piedras de mi fortaleza se vinieron abajo con el soplo de la muerte-, para escribirte, para pensarte, para recordarte. Y es lo que hago ahora porque te mereces eso y mucho más.
Mereces que no te olvide...
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