Por alguna inexplicable razón la lluvia
era uno de los fenómenos meteorológicos que yo más amaba. Claro, hasta
que se convirtió en un problema para el sueño. Dormir a cincuenta
metros de uno de los mas viriles ríos de la Amazonía hizo que me
aterrara la idea de despertarme en un colchón de agua. Como las alertas
de inundación se sucedían una tras otra, prefería esperar despierta que
amaneciera.
Aquel 8 de marzo, “Día de la mujer
trabajadora”, llevaba lloviendo desde las tres de la mañana. Nada más
levantarme, procedí a aplicar mi propio protocolo: poner a mano las
botas de agua y el poncho, cargar la linterna, el teléfono y el
ordenador y proveerme de agua potable. Después de tenerlo todo
controlado, salir a verificar la altura del río y de los canales.
Ya que la mañana pintaba triste y
solitaria, decidí regalarme un buen desayuno en la Cafetería París. Me
compré un croissant y un pastel de chocolate, que fui devorando nada más
pagarlos. A la salida, lo vi. Un niño del grupo indígena Esse Eja que
había dormido, esa noche húmeda y fría, en los soportales de la casa de
al lado. Eludí su triste mirada consciente de que mi pronta partida
impedía que yo pudiera hacer nada más que invitarlo a comer uno de esos
días, como ya lo había hecho repetidas veces.
Caminé de regreso bajo la cortina de
agua, pensando que ya desandaba ese cuento, que mi alma se iba
adelantando y despidiendo y diciendo adiós a las verdes colinas, adiós a
la lluvia, adiós a estos meses extraños, memorable paréntesis de una
mujer sin rumbo.
Llevaba casi cinco meses trabajando en un
pueblo llamado Rurrenabaque, la puerta a uno de los parques naturales
más hermosos del planeta, el Madidi. Como la empresa había entrado en
crisis temporal por la bajada del turismo en Bolivia, habían decidido
prescindir de los servicios del escaso personal, requiriendo su trabajo
sólo cuando hubiera pasajeros. Como ese día no había ninguno, estaba yo
sola en la inmensa casa donde se ubicaba la agencia.
Además de festejar el día de las mujeres
trabajadoras, también cumplía años mi hija, que se encontraba a más de
10.000 kilómetros de distancia, en ese otro universo llamado Madrid.
El día pintaba feo y yo me había hundido en los lodazales de la tristeza.
En situaciones tales hay dos opciones:
ahogarte en el lodo aunque mida diez centímetros o chapotear hasta la
orilla. Yo me decanté por la segunda en homenaje a mi día: de mujer
trabajadora y de graduación de madre.
A mi decisión se sumó la derrota de la lluvia. Pero no sería lo único que le daría un giro a ese día. También ella.
Entró en la oficina y yo pensé que así
deben de ser los ángeles caídos. Rubia, de pelo ensortijado y
jovencísima. Con un fuerte acento francés, me pidió que le informara
sobre nuestro programa de voluntariado. Intenté por todos los medios de
persuadirla y le conté de largas, arduas y embarradas jornadas, de
comidas de obrero, colchones de minero y de ambientes plagados de
mosquitos, tábanos, jejenes, hormigas y alacranes. Eso cuando no te
mordía uno de los monos. También incidí en la rudeza de los compañeros,
su machismo y mala educación. Pero la criatura, que había tenido que
luchar protagonismo con tres hermanos varones, lejos de amilanarse, se
creció ante el reto.
Nada mas comprobar que la nena no tenia
solución, decidí aceptarla. Adoptarla, sería la palabra adecuada. La
instalé en una de las habitaciones y luego fuimos a almorzar juntas. Al
volver, me senté un momento en uno de los bancos mientras procesaba una
idea, miré a la chica y en un acto de suprema rebeldía (lo que se merece
un día que comienza mal, es decir, terminar bien) decidí levantarme, le
dije “nos vamos de paseo”, cogí las llaves y cerré la oficina, sin
importarme turistas, socios, empleados y tal tal. Hay puertas que
cierran historias y hay otras que se abren al sol y al mundo.
Fuimos andando hacia una de las colinas
que envuelven la pequeña villa. Llegamos sudorosas y allí descubrimos
una piscina cuyo borde hace que pienses que estás flotando en el aire.
El agua invitaba a diluir los calores pero no teníamos la vestimenta
adecuada. Como todo conspiraba a nuestro favor, la encargada vino con
tres bolsas llenas de bañadores y bikinis de todos los colores y formas.
Elegimos cada una el que nos gustaba y nos lanzamos al agua
sorprendidas de nuestra fortuna.
Nadar, que es como volar, hizo que por
unas horas, con Rurrenabaque, el gran río Beni y las paleta verde a sus
pies, dos mujeres sintieran que podían tocar el cielo con los dedos.
Mientras estiraba los brazos para alcanzar las nubes y el azul, recordé
aquella escena del Ensayo de la ceguera, de Saramago, cuando las
mujeres, salvadas del horror, se bañan bajo la lluvia… En ese instante,
no podía rememorar los detalles de esa historia sólo las sensaciones al
leerla, sensaciones que fueron las mismas aquel día con ese ángel
casual y oportuno, del que nunca más volví a saber.
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