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Lucía en la memoria y la memoria de Lucía

Domingo, día de las madres. Seleccioné un clavel rojo del ramo que  había recibido y me dispuse a ir al hospital a visitar a mi amiga Lucía. Hacía un par de semanas que Lola, otra amiga, con su delicadeza y cuidado de no "estropearme" el día (ella es así de respetuosa pero no sabe que a mí todo lo que me cuente, me interesa) me relató por WhatsApp que había tenido que llamar a la policía y los bomberos para rescatar a Lucía, porque le habían dicho que hacía tres días que no iba a darle de comer a los gatos del centro deportivo del cual era alimentadora. La encontraron tirada en la ducha, justo los días más fríos de principios de primavera, en estado inconsciente. Al hospital fue a dar. Yo estaba en Bolivia y la noticia me dejó anonadada. Nada más llegar a España y en cuanto superé un poco el jet lag, fui el  sábado a visitarla, con Lola.
 
Yo traía una carga emocional demasiado pesada -había dejado a mi madre, a mis hermanas, a mis amigos, mi casa, detrás- y también tenía una deuda que saldar con Lucía, así que, en cuanto la ví, me senté en una silla a su  lado, le cogí la mano y entre sollozos le agradecí todo lo que había hecho por mí. Los gatos que desde hacía años había alimentado en la calle ya  le agradecían cada día lo que hacía por ellos, sólo faltaba yo.

Veréis, no soy una persona dada al compromiso, puedo ser el comodín, el relleno, la ayudita circunstancial, la escurridiza que desaparece en cuanto puede. Por eso, cuando la colonia de cerca de 30 gatos del centro deportivo quedó en mis manos porque la alimentadora me había dicho, textual, quiero gozar de mi jubilación, caí en una suerte de vértigo: ¡30 personitas de cuatro patas pasaban a depender de mí! Si no hubiera sido por la colaboración de un pequeño grupo de gente amiga, no hubiera sobrevivido. (Exagero y se nota.)

Todo funcionaba alrededor de una organización estricta en la que cada uno tenía sus días. Hasta que llegó Lucía...
Sí, esa venerable ancianita a la que había conocido hacía unos años porque daba de comer a una gatita en Bravo Murillo hacía acto de presencia en mi colonia.  

Cuando la vi entrar al centro deportivo como un tiburón en busca de presa, señora mayor que busca colonia que alimentar, en un segundo me imaginé todo lo que ocurriría y que, finalmente, ocurrió. Por mucho que intenté convencerla de que la alimentación gatuna estaba controlada, que los peludos estaban bien, que teníamos buena comida... ella fue invadiendo el espacio, descubriendo los puntos de alimentación y haciéndose familiar a los gatos que la fueron aceptando y, lo que es peor, esperando y saliendo a su voz. El que el resto de personas que me apoyaban se fuera retirando por sentirse superfluos, estaba cantado. Y así fue. Salvo otra mujer (que la detestaba militantemente y que fue diana de sus enfados) y yo, los demás desaparecieron. Pero egoistamente para mí representó recuperar mi vida, ya podía relajarme, entraba a reemplazarme alguien que quería sentirse útil tanto como ellos necesitaban alimento.
 

Y así pasaron los días, que se convirtieron en meses y los meses en años. No hubo lluvia, 40 grados de temperatura, nevadas o epidemia que hicieran que Lucía dejara de ir al centro deportivo, aunque yo le dijera que podíamos repartir los días. Al comienzo, iba dos veces al día, luego lo redujo solamente por la tarde porque las palomas se lo comían todo y no dejaban nada a los gatos. Aunque, para ser más precisos, ella también las alimentaba y sabían a qué hora exacta aparecía, como si tuvieran un reloj suizo, una vista de águila y un olfato de león incorporados. Los tres  meses de confinamiento, allá iba Lucía con su mítico carrito rojo apertrechado de pinzas, palitos, platos de plástico que a veces yo le llevaba, comida húmeda y seca y demás parafernalia necesaria (carrito que terminó en la basura porque sus familiares, que la conocen poco, no sabían que era un objeto simbólico, una reliquia, valorable sólo cuando aprecias a alguien). Yo iba un par de veces a la hora de los aplausos, tratando de parecer invisible (no fuera a salir en Youtube) y la persona contratada por la empresa de seguridad me decía que ya había venido Lucía. Muchas veces nos encontrábamos adentro. No falló ni un día y demás está decir que fue inmune al Covid. Era tan avezada y convincente que incluso la dejaban entrar en esas fechas fatídicas de Navidades, Noche Vieja, Reyes o Semana Santa en que cerraban el centro a cal y canto. Creo que las únicas veces que no consiguió sortear la seguridad fueron cuando los vientos huracanados prohibían acceder a cualquier sitio público arbolado o cuando Filomena nos dejó un metro de  nieve. Y ella sufría pensando en sus gatitos. Una vez, un policía me dijo que no pretendía prohibirle alimentar a los animales porque estaba seguro de que eso la ataba a la vida. Doy fe. No he visto a nadie con esa edad tener ese espíritu de lucha, esa fuerza de conquista, esa vitalidad que me hacía pensar que era inmortal.


Yo sabía que el domingo sería su último domingo en Madrid por eso quería visitarla. La familia se la llevaba a una residencia cerca del pueblo. Pueblo que seguramente ella no visitaba hacía lustros porque no tenía ni el más mínimo contacto con ellos. A tal grado era la desconexión, que su hermano pretendía tirar a sus gatos a la calle dado que "los gatos sobreviven a cualquier cosa" (y ahí salió a relucir la maravillosa Lola para llevárselos a casa. Lola, la síntesis de la buena y leal amiga, amiga que ojalá todos tuviéramos a mano), sin entender que Lucia había dado su vida por ellos. Y es que es tan difícil para mucha gente entender la entrega por los más vulnerables.

Ascensor 21, quinta planta, habitación uno... lo llevaba memorizado a fuego. Hasta había conocido por fin su apellido: había dejado de ser Lucía Gatos para ser Lucía Blanco. Entré y estaba durmiendo. Pero como si sintiera mi presencia, abrió sus ojitos, esos ojitos con los que me miraba con infinita ternura cuando hacía de escudera, ayudándola con la comida. Y vio el clavel rojo. Le encantó y me mandó a buscar dónde ponerlo. Le preocupaba que se marchitara. El día anterior, con Lola, le habíamos mostrado fotos de sus gatos mientras hablábamos de los gatos de la colonia, especialmente de su gata amada, la de Bravo Murillo (hasta me hizo prometer que nunca la quitaríamos de allí). A la salida, le había dicho a Lola la suerte que tenía por ser su amiga, que había sobrevivido gracias a ella y ella me dijo que probablemente hubiera sido mejor que se muriera porque iba a sufrir en su nuevo destino. Pero el domingo ella  no recordaba nada. Me preguntó educadamente quien era yo y apostilló educadamente que no me recordaba, que no sabía quién era y hablaba de Lola como la chica de ayer (como la canción). A ella sí la recordaba pero borrosamente. Como la vi cansada, le dije que durmiera pero ella decía que eso era de maleducada. Para que no se sintiera obligada a atenderme, le dije que me marchaba. La acomodé lo mejor que pude para que se le aliviara el dolor de la escara y antes de salir, le dije: no hace falta que  me recuerdes, ya lo hago yo por las dos...

Porque habitarás en mi memoria por siempre, mi querida amiga.


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