(o reflexiones de madrugada)
Ayer fue un día en el que terminé de leer un par de libros. El primero, Leviatán de Auster, fue una cocina de varios días, la historia me fue engullendo y la saboreé hasta que ayer decidí darle la estocada mortal. El otro, uno de Kapuscinsky (lo recomiendo a todos los periodistas en ciernes y no) lo terminé a las 3 de la mañana porque se me había pegado a los dedos y no podía irme a la cama sin haber degustado la última línea. Un poco antes de terminar, apareció Arturo. Como todos los días me miró fijamente para que le hiciera caso, lo ignoré y entonces, como siempre, vino a rascarme la cabeza con su inmensa pata exigiendo que le rascara los cachetes, eso hice, pero no me separé del libro. Para que me dejara le hice algo que le molesta mucho, rascarle la barriga, y se fue. Al ratito, volvió. Entonces lo miré y pensé que incluso este ser vivo tiene su propia historia. Lo recogimos de una calle de Córdoba allá por 2002. Lo recuerdo bien porque ese fue el fatídico año en que murió Alba Lucas. Habíamos ido a casa de una amiga por Semana Santa. Él estaba herido y nuestra amiga, estudiante de veterinaria y muy cariñosa con los animales, le hacía las curaciones diarias. Un día, que habíamos ido de paseo, supusimos que él era el animal en vías de curación porque tenía vendada la cola, y lo subimos. Una vez arriba, le sugerí a Cristina, que es como se llama nuestra amiga, que se quedara hasta que nos fuéramos. Gran error. Le dimos un buen baño en el que lavamos un par de años de aceite de coches y el felino se dejó hacer. Era tan manso. Luego él se sintió en casa y cogió sitio en el sofá para ver cómodamente la tele. El día antes de marchar no pudimos echarlo a la calle nuevamente, nos parecía una crueldad inmensa, así que decidimos traerlo con nosotros sentado a nuestro lado en el tren. Pero era un gato con cultura callejera. Un día me enfadé con él (algo que sienten mucho) y al día siguiente se marchó. Sufrí mucho su ausencia. Dos meses después lo encontré en la calle y me lo traje a casa y aquí se ha quedado desde entonces.
Con él, mis otros amigos cuadrúpedos. Cada uno con su historia. En orden de antingüedad, Ariel, Negrito, Fígaro, Manchitas y el benjamín Simón. Cuando los miro no puedo evitar quererlos, siempre creo que nos dan más de lo que reciben.
Lo cual es una auténtica gloria.
Ayer fue un día en el que terminé de leer un par de libros. El primero, Leviatán de Auster, fue una cocina de varios días, la historia me fue engullendo y la saboreé hasta que ayer decidí darle la estocada mortal. El otro, uno de Kapuscinsky (lo recomiendo a todos los periodistas en ciernes y no) lo terminé a las 3 de la mañana porque se me había pegado a los dedos y no podía irme a la cama sin haber degustado la última línea. Un poco antes de terminar, apareció Arturo. Como todos los días me miró fijamente para que le hiciera caso, lo ignoré y entonces, como siempre, vino a rascarme la cabeza con su inmensa pata exigiendo que le rascara los cachetes, eso hice, pero no me separé del libro. Para que me dejara le hice algo que le molesta mucho, rascarle la barriga, y se fue. Al ratito, volvió. Entonces lo miré y pensé que incluso este ser vivo tiene su propia historia. Lo recogimos de una calle de Córdoba allá por 2002. Lo recuerdo bien porque ese fue el fatídico año en que murió Alba Lucas. Habíamos ido a casa de una amiga por Semana Santa. Él estaba herido y nuestra amiga, estudiante de veterinaria y muy cariñosa con los animales, le hacía las curaciones diarias. Un día, que habíamos ido de paseo, supusimos que él era el animal en vías de curación porque tenía vendada la cola, y lo subimos. Una vez arriba, le sugerí a Cristina, que es como se llama nuestra amiga, que se quedara hasta que nos fuéramos. Gran error. Le dimos un buen baño en el que lavamos un par de años de aceite de coches y el felino se dejó hacer. Era tan manso. Luego él se sintió en casa y cogió sitio en el sofá para ver cómodamente la tele. El día antes de marchar no pudimos echarlo a la calle nuevamente, nos parecía una crueldad inmensa, así que decidimos traerlo con nosotros sentado a nuestro lado en el tren. Pero era un gato con cultura callejera. Un día me enfadé con él (algo que sienten mucho) y al día siguiente se marchó. Sufrí mucho su ausencia. Dos meses después lo encontré en la calle y me lo traje a casa y aquí se ha quedado desde entonces.
Con él, mis otros amigos cuadrúpedos. Cada uno con su historia. En orden de antingüedad, Ariel, Negrito, Fígaro, Manchitas y el benjamín Simón. Cuando los miro no puedo evitar quererlos, siempre creo que nos dan más de lo que reciben.
Lo cual es una auténtica gloria.
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