Los que conservan el reloj de su padre muerto en algún cajón del armario, comprenderán las razones por las cuales pienso que algunos objetos tienen magia. Alguien dijo que, incluso, tenían su propio dios. Otros, le han dedicado una estupenda miniserie (La Habitación Perdida) en la cual los objetos tienen funciones nada naturales.
El objeto del cual quiero hablarles es de una pluma. Veréis, pienso que tengo buena letra -cuando escribo a mano, que sólo suele ocurrir en clases-, en alfabeto latino o cirílico y hasta los caracteres chinos me salen muy monos. Pero no es una cualidad atribuíble completamente a mis artes, más bien a la pluma con la que escribo. Actualmente, suelo elegir muy bien, entre otras cosas porque tengo las posibilidades de hacerlo, y escribo con tres "Pilot G-tec-C4" de punta extrafina de colores rosa, lila y celeste; pero antes me las veía de figurillas para conseguir mi objetivo final, una letra elegante y personal. Hace unos mil años, caminando por la Habana Vieja, descubrí una tienda que tenía una pluma del color que me encanta: burdeos. La compré y también un frasco de tinta azul. Hete ahí que, para mi sorpresa, de forma totalmente inesperada, comencé a escribir unas letras llenas de personalidad, profundidad y fuerza. Como si con la pluma hubiera entrado en mi mano la mano de otro (tal vez de un calígrafo famoso). Con el tiempo, descubrí que utilizándola cabeza abajo era aún mejor. Un día, me entró la curiosidad de saber su nacionalidad: sólo decía Hanoi Vietnam. Me resultó rarísimo. Siempre había asociado ese país con la guerra, con las armas y con el arroz, en un estereotipo imperdonable. Sentí como que la razón había vencido definitivamente a la violencia con la fabricación de ese maravilloso artilugio.
Desde entonces, la conservo con otro bolígrafo que me regaló alguien en mi infancia. Cuando era pequeña, era una niña muy tímida, casi invisible. Por ello guardaba con especial cariño aquellos regalos que simbolizaban la visibilidad en un mundo que, la mayoría de las veces, me daba la espalda.
Muy suyos, los objetos. Lo cierto es que es estúpido aferrarse a ellos. Pero lo hacemos con un apego detestable y de difícil justificación. Una vez, encontré en un contenedor de basura una infinidad de cosas de alguien que había muerto y cuyos herederos optaron por lo fácil: tirarlos a la basura. Me dio tanta pena que cogí una caja de zapatos del muerto y la llené de fotos en blanco y negro y de cartas destinadas a alguien contando los avatares de una migración forzada a Alemania. La guardo en algún lugar en actitud solidaria, tal vez con el temor de que alguna vez mis pertenencias terminen en la calle y el deseo de que alguien sienta la misma tentación que yo y los guarde.
Pero ¿a quién le interesaría una vieja pluma vietnamita? Tal vez terminaría entre meadas de perro y polvo, con el reloj de mi padre y aquel bolígrafo que hizo visible a esa niña que alguna vez fuí.
El objeto del cual quiero hablarles es de una pluma. Veréis, pienso que tengo buena letra -cuando escribo a mano, que sólo suele ocurrir en clases-, en alfabeto latino o cirílico y hasta los caracteres chinos me salen muy monos. Pero no es una cualidad atribuíble completamente a mis artes, más bien a la pluma con la que escribo. Actualmente, suelo elegir muy bien, entre otras cosas porque tengo las posibilidades de hacerlo, y escribo con tres "Pilot G-tec-C4" de punta extrafina de colores rosa, lila y celeste; pero antes me las veía de figurillas para conseguir mi objetivo final, una letra elegante y personal. Hace unos mil años, caminando por la Habana Vieja, descubrí una tienda que tenía una pluma del color que me encanta: burdeos. La compré y también un frasco de tinta azul. Hete ahí que, para mi sorpresa, de forma totalmente inesperada, comencé a escribir unas letras llenas de personalidad, profundidad y fuerza. Como si con la pluma hubiera entrado en mi mano la mano de otro (tal vez de un calígrafo famoso). Con el tiempo, descubrí que utilizándola cabeza abajo era aún mejor. Un día, me entró la curiosidad de saber su nacionalidad: sólo decía Hanoi Vietnam. Me resultó rarísimo. Siempre había asociado ese país con la guerra, con las armas y con el arroz, en un estereotipo imperdonable. Sentí como que la razón había vencido definitivamente a la violencia con la fabricación de ese maravilloso artilugio.
Desde entonces, la conservo con otro bolígrafo que me regaló alguien en mi infancia. Cuando era pequeña, era una niña muy tímida, casi invisible. Por ello guardaba con especial cariño aquellos regalos que simbolizaban la visibilidad en un mundo que, la mayoría de las veces, me daba la espalda.
Muy suyos, los objetos. Lo cierto es que es estúpido aferrarse a ellos. Pero lo hacemos con un apego detestable y de difícil justificación. Una vez, encontré en un contenedor de basura una infinidad de cosas de alguien que había muerto y cuyos herederos optaron por lo fácil: tirarlos a la basura. Me dio tanta pena que cogí una caja de zapatos del muerto y la llené de fotos en blanco y negro y de cartas destinadas a alguien contando los avatares de una migración forzada a Alemania. La guardo en algún lugar en actitud solidaria, tal vez con el temor de que alguna vez mis pertenencias terminen en la calle y el deseo de que alguien sienta la misma tentación que yo y los guarde.
Pero ¿a quién le interesaría una vieja pluma vietnamita? Tal vez terminaría entre meadas de perro y polvo, con el reloj de mi padre y aquel bolígrafo que hizo visible a esa niña que alguna vez fuí.
Comentarios
Y ya veo también que no soy el único que guarda el reloj de su papá en un cajón.