Por alguna incomprensible razón, conservo guardados en una cajita todos los relojes que he usado los últimos años. En ese cementerio relojero hay para todos los gustos: variados colores, amarillos, negros, blancos, grises, rojos, marrones; desde las formas más clásicas hasta las más atrevidas; de varias marcas, desde Rodania, pasando por Rado, Landó, los infaltables Citizen (son varios) y aquéllos de nombre olvidable; de mi padre, de mi madre, de mi suegro, de mi suegra; algunos, se empeñan en funcionar y otros hace rato que decidieron jubilarse, cansados de andar el tiempo. No lo hago por coleccionismos, pues sería absurdo: no me gusta coleccionar nada. Tal vez sólo sea que mi ecologista activo interior no sabe cómo reciclarlos, quizá porque el tiempo no se recicla nunca. Alguna vez, confundidos, creemos que podemos recuperar algo del pasado, sólo para darnos cuenta que cada día es una hoja limpia, apta para comenzar a escribir nuestro nuevo karma.
Ahí están. Pero faltan algunos memorables, tal vez el más, aquél reloj soviético que compré en una tienda habanera, grande, fuerte, que te hacía pensar que lo habían hecho así para que, en caso de que se te terminaran las balas, utilizaras el reloj en la defensa de la revolución. Así, tan poderoso, tan macho machote, no servía para nada. Una paradoja más de ese sistema: eran capaces de mandar a una perra al espacio, pero no conseguían que una máquina tan sencilla cumpliera su cometido.
Es curioso el protagonismo que tienen los relojes en nuestra vida. Dalí les dedicó uno de sus cuadros más famosos, el de los relojes blandos que se derraman. Un premio Nóbel de Física le preguntó si se había inspirado en la Ley de la Relatividad de Einsten, ya que él era un hombre que amaba los avances científicos. Dalí, rompedor como siempre, contestó: no, me inspiré en un queso gruyère que se funde al sol.
De un tiempo a esta parte he pasado a preferir los relojes deportivos, de esos que tienen una rueda suplementaria con la cual puedes medir el tiempo que transcurre entre que comienzas una actividad y la terminas. Por dos razones, porque en el Supermercado Lidl, cuando salen, son baratos (no creo que se deba gastar mucho en un artilugio tan útil pero pasajero) y porque necesitaba medir el tiempo que me demoraba en correr cinco kilómetros para llegar en algún puesto de interés en la Carrera de la Mujer. Luego me aficioné a ellos. Me resulta útil hacer girar la ruedita cuando estoy nerviosa, lo cual es casi siempre; pero también, porque me encanta medir el principio y el final de las actividades, tal vez porque así la cotidianeidad viene en dosis controlables.
A pesar de ser tan baratos, compro de uno en uno. Como una carrera de relevos, cuando uno se estropea o la manilla ya no luce, lo cambio por otro. Me gusta vivir los días de uno en uno, como los AA y los relojes, también. Por ello me ha resultado un auténtico drama el que hoy se me perdiera la ruedita cronometradora en el metro o en la frutería. El reloj ha quedado, entonces, limpísimo. Como si hubiera formateado el tiempo, como un reloj con alzheimer, con unas horas sin boyas a las que acogerse en alta mar, sin límites, ni fronteras.
Lo peor, indudablemente, no tendré con qué distraer mis ganas de apretarle el pezcuezo al idiota de turno.
Después decimos que son pérdidas menores...
Ahí están. Pero faltan algunos memorables, tal vez el más, aquél reloj soviético que compré en una tienda habanera, grande, fuerte, que te hacía pensar que lo habían hecho así para que, en caso de que se te terminaran las balas, utilizaras el reloj en la defensa de la revolución. Así, tan poderoso, tan macho machote, no servía para nada. Una paradoja más de ese sistema: eran capaces de mandar a una perra al espacio, pero no conseguían que una máquina tan sencilla cumpliera su cometido.
Es curioso el protagonismo que tienen los relojes en nuestra vida. Dalí les dedicó uno de sus cuadros más famosos, el de los relojes blandos que se derraman. Un premio Nóbel de Física le preguntó si se había inspirado en la Ley de la Relatividad de Einsten, ya que él era un hombre que amaba los avances científicos. Dalí, rompedor como siempre, contestó: no, me inspiré en un queso gruyère que se funde al sol.
De un tiempo a esta parte he pasado a preferir los relojes deportivos, de esos que tienen una rueda suplementaria con la cual puedes medir el tiempo que transcurre entre que comienzas una actividad y la terminas. Por dos razones, porque en el Supermercado Lidl, cuando salen, son baratos (no creo que se deba gastar mucho en un artilugio tan útil pero pasajero) y porque necesitaba medir el tiempo que me demoraba en correr cinco kilómetros para llegar en algún puesto de interés en la Carrera de la Mujer. Luego me aficioné a ellos. Me resulta útil hacer girar la ruedita cuando estoy nerviosa, lo cual es casi siempre; pero también, porque me encanta medir el principio y el final de las actividades, tal vez porque así la cotidianeidad viene en dosis controlables.
A pesar de ser tan baratos, compro de uno en uno. Como una carrera de relevos, cuando uno se estropea o la manilla ya no luce, lo cambio por otro. Me gusta vivir los días de uno en uno, como los AA y los relojes, también. Por ello me ha resultado un auténtico drama el que hoy se me perdiera la ruedita cronometradora en el metro o en la frutería. El reloj ha quedado, entonces, limpísimo. Como si hubiera formateado el tiempo, como un reloj con alzheimer, con unas horas sin boyas a las que acogerse en alta mar, sin límites, ni fronteras.
Lo peor, indudablemente, no tendré con qué distraer mis ganas de apretarle el pezcuezo al idiota de turno.
Después decimos que son pérdidas menores...
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