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Qué será, será...

Todos los días, el despertador suena a las seis menos cuarto y, aunque no es para mí, ya no puedo pegar ojo. Pero confieso que en ese estado de semivigilia se me ocurren las mejores ideas (si es que alguna vez tengo alguna buena). Y esta mañana, como en un tobogán estilo Joyce, recordé que hace bastantes días no le damos cuerda a nuestro antiguol reloj, el que da campanadas. No sé la razón por la cual dejamos de hacerlo, si él nos ha dado un fiel servicio durante los últimos 17 años. Es cierto que no es un reloj exacto. Se atrasa. Así que optamos por adelantarlo para que en algún momento diera la hora exacta, algo que nunca se sabe. Pero reconozco que, a pesar de sus fallos, extraño su compañía en las noches de insomnio, en las cuales lo que importa son las horas y no los minutos. Tan, tan, tan, tan, ¡mierda! ya son las cuatro y todavía no consigo dormir. ¿Captan la sutileza del asunto?
Del memorable reloj tantanero pasé a pensar en el relojero que nos lo repara (nada bien, por lo visto), que trabaja en Guzmán el Bueno y tal vez uno de los últimos de esta ciudad, empeñada en renovar hasta su conciencia en Ikea. Pensé que le debería pedir que me enseñara su arte, pues es muy mayor y, en el mejor de los casos, podría jubilarse y su tiendecita de barrio seguramente sufrirá el reemplazo por un negocio regentado por algún chino. Entonces, fue cuando ocurrió el suceso: recordé un asunto olvidado de la infancia. No, no tengo alzheimer por si a alguien se le ha ocurrido tal idea. También recuerdo dónde dejé las llaves o el móvil, no os preocupéis. La culpa la tiene Joyce. Pues, esta mañana descubrí que, por esos cursos que da la vida, yo no sólo quería ser espía de la CIA, agente del FBI, pasajera del Star Trek, sino algo más simple. Lo cierto es que fui todo lo que quise (espía, agente, astronauta) en mi vida diaria, en nuestra imaginación, cuando cruzábamos el río y subíamos la montaña que estaba frente a mi casa (para que sepáis todo eso tuve en mi infancia), con mi hermana casimelliza Madelen. Pero hubo un deseo incumplido, tal vez porque precisaba de decisiones reales. Algo que no asumieron mis padres porque no me tomaron en serio. Revisando un periódico encontré un reclamo publicitario que rezaba: Aprenda relojería en tres meses. Lo deseé fervientemente y supuse que no sería tan difícil descubrir el andamiaje de un reloj. Por unos momentos, he debido emocionarme: ¡cómo era posible que bastara dar la cuerda para que gozáramos de la magia de medir el tiempo! Seguidamente, me acerqué a mi padre, se lo dije y el me miró con la condescendencia que mira un padre a su hija de nueve años. No recuerdo lo que me dijo pero si sé que no pude estudiar relojería.
Estudié muchas cosas. La mayoría, me parecen inservibles (estoy pensando en Derecho Económico y no sé cuántas más boberías). Estudio chino con el fin de desvelar el misterio de un idioma tan complejo. Pero, a estas alturas, qué feliz sería desarmando mi antiguo reloj de pared y poniéndolo a punto.
Así, no caeríamos en la tentación de dejarlo muerto...

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