Que la vida me ha concedido muchos dones, lo constato cada día al levantarme. Entre los muchos, innumerables, caóticos e indispensables, hay tres que me alimentan de buena manera. Tres mujeres que se han cruzado en mi vida para hacerla más amable y darle la profundidad filosófica necesaria para que sea diferente de la de un animalito que se contenta con ver el Gran Hermano, comprar en Ikea o cotillear sobre el Hola.Son mis tres mujeres setenteras y aquí parezco el Pato Lucas, lo sé, al apropiarme de ellas, pero es que las quiero tanto y están tan incrustadas en mi alma, que las siento muy mías.
Se llaman Irma, Ilda y Viqui. Tengo la suerte de que la primera sea mi madre, aunque ya el tiempo ha ido convirtiendo nuestra relación de madre-hija a amigas. Con ella he compartido tantas cosas, he llenado mi canasta de recuerdos con tantos detalles que se ha convertido en la orfebre de la memoria. A Ilda la conocí hace diez años en un descansillo de mi edificio. La suerte, esa dama tan correosa pero eficaz a veces, me la concedió como vecina y luego fue mi amiga, mi confidente, mi soporte. A Viqui la conocí nada más llegar a España. Su nieta y mis hijas hicieron tan buenas migas que se consideran primas. Y yo construí tantos puentes con ella que me parece que ni una guerra podría echarlos abajo. Fuertes y de piedra dura.
Con ellas sufro el síndrome de la igualdad (me lo acabo de inventar), ese que hace que la compenetración sea tan profunda que se nivelan las edades, los sexos, las diferencias culturales, de capacidades, de orígenes. Ése que hace que a veces te confundas y vayas más rápido y hables de tú a tú, con la certeza de que siempre serás perdonada.
No sé qué habría sido mi vida sin la existencia de estas tres mujeres. Ellas tienen como denominador común (aparte de mí) la inmensa sabiduría que les ha proporcionado haber vivido sus siete décadas con los ojos bien abiertos, con los brazos dispuestos al abrazo, con el espíritu libre y siempre joven, y con unas ganas de vivir plenamente y hacer de ello un acto de fe que trascienda a su propio mundo.
Lo mejor de todo no es que se hubieran cruzado en mi camino, sino que me hubieran elegido para compartirlo, lo cual es un premio que me he esforzado en merecer. Espero haber estado siempre a la altura de las circunstancias.
Sólo me queda desear, desearme a mí misma, algún día conseguir lo que lograron ellas sin darse cuenta: que una mujer casi treinta años menor sea capaz de quererme como yo hago ahora con ellas. Siempre consciente de que la inmortalidad no existe y que no me durarán por siempre. Cuando las pierda qué soledad tan sola me inundará.
Sí, definitivamente, la vida me ha sido pletórica en dones y, entre otros, me ha regalado a estas mis tres mujeres setenteras. Eso hace que piense que vale la pena vivir... desde que están ellas.
Se llaman Irma, Ilda y Viqui. Tengo la suerte de que la primera sea mi madre, aunque ya el tiempo ha ido convirtiendo nuestra relación de madre-hija a amigas. Con ella he compartido tantas cosas, he llenado mi canasta de recuerdos con tantos detalles que se ha convertido en la orfebre de la memoria. A Ilda la conocí hace diez años en un descansillo de mi edificio. La suerte, esa dama tan correosa pero eficaz a veces, me la concedió como vecina y luego fue mi amiga, mi confidente, mi soporte. A Viqui la conocí nada más llegar a España. Su nieta y mis hijas hicieron tan buenas migas que se consideran primas. Y yo construí tantos puentes con ella que me parece que ni una guerra podría echarlos abajo. Fuertes y de piedra dura.
Con ellas sufro el síndrome de la igualdad (me lo acabo de inventar), ese que hace que la compenetración sea tan profunda que se nivelan las edades, los sexos, las diferencias culturales, de capacidades, de orígenes. Ése que hace que a veces te confundas y vayas más rápido y hables de tú a tú, con la certeza de que siempre serás perdonada.
No sé qué habría sido mi vida sin la existencia de estas tres mujeres. Ellas tienen como denominador común (aparte de mí) la inmensa sabiduría que les ha proporcionado haber vivido sus siete décadas con los ojos bien abiertos, con los brazos dispuestos al abrazo, con el espíritu libre y siempre joven, y con unas ganas de vivir plenamente y hacer de ello un acto de fe que trascienda a su propio mundo.
Lo mejor de todo no es que se hubieran cruzado en mi camino, sino que me hubieran elegido para compartirlo, lo cual es un premio que me he esforzado en merecer. Espero haber estado siempre a la altura de las circunstancias.
Sólo me queda desear, desearme a mí misma, algún día conseguir lo que lograron ellas sin darse cuenta: que una mujer casi treinta años menor sea capaz de quererme como yo hago ahora con ellas. Siempre consciente de que la inmortalidad no existe y que no me durarán por siempre. Cuando las pierda qué soledad tan sola me inundará.
Sí, definitivamente, la vida me ha sido pletórica en dones y, entre otros, me ha regalado a estas mis tres mujeres setenteras. Eso hace que piense que vale la pena vivir... desde que están ellas.
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