Esperaba en la puerta del Alcaravea a mi amiga Carmen cuando lo vi. Él estaba en la acera del frente, su acera de siempre, inalcanzable por un instante para mí. Se anteponía el túnel de Cea Bermúdez y mi poca voluntad de dar una vuelta grande para encontrarlo.
Lo conozco desde que llegué a Madrid y el tiempo, que para ambos ha sido notable, para él ha sido implacable. La primera vez que se cruzó en mi vida, me llamó la atención que un chico tan guapo, rubio, de ojos claros y pelo de príncipe de cuento, se acercara, brick de vino barato en mano, a pedirme una monedilla. Estúpidamente, le di todas las pequeñinas que tenía en el monedero. A él se le cayeron y me sentí miserable por no haberle dado una de las grandes. Pensé que las dejaría allí, dispersas, con toda la obsenidad de mi racanería expuesta a los viandantes. Pero no, a esa pobre criatura le hacían falta, por lo que se agachó a recogerlas una a una. Me sentí morir.
A partir de entonces, me propuse darle siempre un euro. Veréis, él es un clochard andrajoso, sucio y de mirada perdida. Durante muchos años, iba descalzo y con un jersey casi transparente, incluso en esos terribles meses de enero, en los que no es raro que nieve. Yo siempre me preguntaba por qué no cogía la ropa -casi nueva- que tiran los españoles en grandes bolsas, en la calle. Muchas veces, he encontrado edredones, mantas, abrigos y zapatos, buenísimos, que harían la delicia de cualquier país del tercer mundo, dispersa en la acera y expuesta a las meadas de los perros.
Un día, frente al hotel NH de mi calle, le di un euro y le pregunté de dónde era. Me dijo, alemán. Le pregunté su nombre, Christian. Quise indagar más, pero no sabe hablar castellano. Entonces, comencé a imaginar cosas, que tal vez su familia alemana le busca, que tal vez hay una madre desesperada que daría cualquier cosa por saber de su hijo. Entonces, la próxima vez, decidí preguntarle otras cosas, como por ejemplo, cómo llegó a España. Pero él me miró con horror y salió corriendo. Me quedé sorprendida. Tal vez, él cree que como es extranjero podrían echarlo del país. Puede ser que no sepa que ya las fronteras se han borrado. Hay tantas cosas que no sabrá este pobre hombre. O no querrá saber.
Hay gente que prefiere vivir así, ausente. Como el protagonista de El perfume, perdido en una cueva, lejos de la civilización. Puede ser que un portal de Cea Bermúdez sea la cueva de Christian y Madrid, la montaña lejana de Alemania donde él ha decidido refugiarse.
¿Qué esconderá Christian? Nunca lo sabré. De todos los idiomas que sé, que estudio, nunca me acerqué al alemán y siento que me hace falta para desvelar los rumbos por donde se pierde este hombre. Cada día más destrozado por la calle.
Hace unos pocos años, alguien le regaló unos tenis nuevos, un jersey y él encontró un edredón estilo patchwork. Ahora están hechos pedazos. Su hermoso pelo ha ido dejando lugar a una mancha de calvicie, su piel que ha debido ser blanquísima, ha tomado un verde grisáceo, su barba larga y sucia lo ha convertido en una especie de cristo malholiente y perdido. Ese conjunto de descuido y olor a destilería produce miedo a los peatones que se alejan temerosos cuando él va a pedirles ayuda.
Cuando yo lo veo a la distancia, busco apresuradamente el euro acostumbrado, voy detrás de él, lo llamo por su nombre y se lo entrego. Él no me reconoce, ni falta que hace, pero sonríe al descubrir que, al menos por hoy, tendrá su brick. La gente me mira y sé lo que piensa, lo que piensan todos, que a los alcohólicos no hay que darles monedas por que las gastan en "el vicio". Pobres estúpidos, ¿no ven que le hace falta?
Son esos días en los que pienso cómo me gustaría hablar alemán...
PD: Está terminando el verano de 2013 y hace tiempo que Christian no está en la esquina. Me duele el alma imaginar que no ha pasado el invierno...
Lo conozco desde que llegué a Madrid y el tiempo, que para ambos ha sido notable, para él ha sido implacable. La primera vez que se cruzó en mi vida, me llamó la atención que un chico tan guapo, rubio, de ojos claros y pelo de príncipe de cuento, se acercara, brick de vino barato en mano, a pedirme una monedilla. Estúpidamente, le di todas las pequeñinas que tenía en el monedero. A él se le cayeron y me sentí miserable por no haberle dado una de las grandes. Pensé que las dejaría allí, dispersas, con toda la obsenidad de mi racanería expuesta a los viandantes. Pero no, a esa pobre criatura le hacían falta, por lo que se agachó a recogerlas una a una. Me sentí morir.
A partir de entonces, me propuse darle siempre un euro. Veréis, él es un clochard andrajoso, sucio y de mirada perdida. Durante muchos años, iba descalzo y con un jersey casi transparente, incluso en esos terribles meses de enero, en los que no es raro que nieve. Yo siempre me preguntaba por qué no cogía la ropa -casi nueva- que tiran los españoles en grandes bolsas, en la calle. Muchas veces, he encontrado edredones, mantas, abrigos y zapatos, buenísimos, que harían la delicia de cualquier país del tercer mundo, dispersa en la acera y expuesta a las meadas de los perros.
Un día, frente al hotel NH de mi calle, le di un euro y le pregunté de dónde era. Me dijo, alemán. Le pregunté su nombre, Christian. Quise indagar más, pero no sabe hablar castellano. Entonces, comencé a imaginar cosas, que tal vez su familia alemana le busca, que tal vez hay una madre desesperada que daría cualquier cosa por saber de su hijo. Entonces, la próxima vez, decidí preguntarle otras cosas, como por ejemplo, cómo llegó a España. Pero él me miró con horror y salió corriendo. Me quedé sorprendida. Tal vez, él cree que como es extranjero podrían echarlo del país. Puede ser que no sepa que ya las fronteras se han borrado. Hay tantas cosas que no sabrá este pobre hombre. O no querrá saber.
Hay gente que prefiere vivir así, ausente. Como el protagonista de El perfume, perdido en una cueva, lejos de la civilización. Puede ser que un portal de Cea Bermúdez sea la cueva de Christian y Madrid, la montaña lejana de Alemania donde él ha decidido refugiarse.
¿Qué esconderá Christian? Nunca lo sabré. De todos los idiomas que sé, que estudio, nunca me acerqué al alemán y siento que me hace falta para desvelar los rumbos por donde se pierde este hombre. Cada día más destrozado por la calle.
Hace unos pocos años, alguien le regaló unos tenis nuevos, un jersey y él encontró un edredón estilo patchwork. Ahora están hechos pedazos. Su hermoso pelo ha ido dejando lugar a una mancha de calvicie, su piel que ha debido ser blanquísima, ha tomado un verde grisáceo, su barba larga y sucia lo ha convertido en una especie de cristo malholiente y perdido. Ese conjunto de descuido y olor a destilería produce miedo a los peatones que se alejan temerosos cuando él va a pedirles ayuda.
Cuando yo lo veo a la distancia, busco apresuradamente el euro acostumbrado, voy detrás de él, lo llamo por su nombre y se lo entrego. Él no me reconoce, ni falta que hace, pero sonríe al descubrir que, al menos por hoy, tendrá su brick. La gente me mira y sé lo que piensa, lo que piensan todos, que a los alcohólicos no hay que darles monedas por que las gastan en "el vicio". Pobres estúpidos, ¿no ven que le hace falta?
Son esos días en los que pienso cómo me gustaría hablar alemán...
PD: Está terminando el verano de 2013 y hace tiempo que Christian no está en la esquina. Me duele el alma imaginar que no ha pasado el invierno...
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