Aquella lejana tarde de septiembre, en La Habana, supe que por culpa de mis amalgamas nunca sería piloto de MIG. Esa temprana revelación de la imposibilidad de lograr una profesión que nunca me habría imaginado seguir, lejos de ser frustrante, me provocó una larguísima carcajada.
Habíamos empezado el día muy bien pues, después de tres penosas semanas en la Isla de la Juventud trabajando en el campo, al fin conoceríamos la capital de "La Isla", que era como llamábamos a esa suerte de edén para los revolucionarios de entonces. Aunque nuestro primer encuentro con la ciudad había estado lejos de ser satisfactorio ya que la habíamos encontrado desmejorada y sin la capa necesaria de maquillaje que su edad recomendaba. Después aprenderíamos a amarla sin denuedo, como se ama lo esencial, lo que tiene una hermosura sólida y transcendente. Pero sería mucho después, porque no era cuestión de amor a primera vista sino de un amor cocinado a fuego lento, con paciencia y salivita.
Después de estar patiperreando por la ciudad y de haber comido casi nada en los vacíos restaurantes, comprobando que lo que en otros países eran "medios", allí se convertían en "fines en sí"; por la tarde, recalamos en la Plaza de la Revolución para terminar el recorrido turístico antes de volver a nuestra residencia estudiantil de paso en Niña Bonita. En la inmensidad de esa plaza, vigilada desde su estatura por la efigie del Ché y por un Martí que parecía dispuesto a aplastarnos como a hormigas, conocimos a un trío de hermosos jóvenes cubanos, a los que fue imposible ignorar por jóvenes y por hermosos. Nosotras éramos dos bolivianas, mediterráneas, un tanto "ukurrunas"*, aunque con los ojos bien abiertos y con ganas de merendarnos el mundo, comenzando con la famosa plaza, los cubanos y Fidel si se ponía a tiro, por lo que no fue difícil que respondiéramos positivamente a sus intentos de acercamiento. Charlamos unos minutos sentados en la gradería hasta que uno de ellos nos invitó a cenar a su casa, que quedaba justo detrás del Palacio de la Revolución. Cuando llegamos allí, su madre, con un mal disimulado disgusto, nos dio de comer un arroz con frijoles y huevo frito. Luego, ellos nos invitaron a subir a la terraza con la promesa de que tendríamos un pantallazo de la espalda del Palacio. Y sí, era espectacular. Trajeron una grabadora y unas cervezas y allí mismitico nos pusimos a bailar las canciones de los Van Van hasta que se hizo de noche. Fue cuando nos contaron que eran pilotos de Mig. ¿De Mig? Pregunté, evidenciando mi profunda ignorancia. Sí, esos aviones soviéticos de guerra que son más rápidos que el sonido, me contestó el más guapo de todos. Y en ese momento supe que era necesario tener una dentadura perfecta y fue cuando concluí que yo nunca podría serlo, a no ser que me quitara uno a uno los dientes y muelas. Mientras seguía hablando, comprendí las razones por las cuales la madre casi nos muerde, nos sopapea y nos pone de patitas en la calle, puesto que tener un hijo en el ejército era un tema serio y, seguramente, nosotras para ella podríamos ser algo así como espías del imperio disfrazadas de "pobrecitas extranjeras", dispuestas a robarles los más recónditos secretos y hacerles perder la guerra contra el capital, Reagan o los marines. Desde aquí, gracias a esa madre por creer que éramos algo más que un simple par de estudiantes que sólo querían comer gratis.
A pesar de ella, fue una tarde tan agradable, tan inolvidable que cada que escucho "Súmate a mi actividad, muévete, muevete...", de los Van Van, es inevitable viajar a esa lejana tarde habanera en la que fui tan feliz. De más está decir que nunca volvimos a ver a los pilotos de Mig y tampoco que nunca vi un Mig. Solamente los escuché pasar por nuestras cabezas superando la barrera del sonido, cuando se hacían simulacros de invasión por parte de Estados Unidos. Fuera real o no esta amenaza, (ya saben, el miedo es una poderosa forma de control) que cavaran trincheras en los plenos jardines de la universidad y que se apagara por completo la ciudad para que pasaran estos pájaros alados, zumbando como los truenos de Ezequiel y haciendo explotar bombas de fogueo, le dio un sentido divertido a esos años universitarios, siempre consciente de que alguno de esos tres guapos muchachos cuidaba desde el aire. Daba para no pensar en otra cosa...
Sí, es que éramos, como diría Gabo, jóvenes, felices e indocumentados y la felicidad no era una letra de cambio. Sólo estaba.
Habíamos empezado el día muy bien pues, después de tres penosas semanas en la Isla de la Juventud trabajando en el campo, al fin conoceríamos la capital de "La Isla", que era como llamábamos a esa suerte de edén para los revolucionarios de entonces. Aunque nuestro primer encuentro con la ciudad había estado lejos de ser satisfactorio ya que la habíamos encontrado desmejorada y sin la capa necesaria de maquillaje que su edad recomendaba. Después aprenderíamos a amarla sin denuedo, como se ama lo esencial, lo que tiene una hermosura sólida y transcendente. Pero sería mucho después, porque no era cuestión de amor a primera vista sino de un amor cocinado a fuego lento, con paciencia y salivita.
Después de estar patiperreando por la ciudad y de haber comido casi nada en los vacíos restaurantes, comprobando que lo que en otros países eran "medios", allí se convertían en "fines en sí"; por la tarde, recalamos en la Plaza de la Revolución para terminar el recorrido turístico antes de volver a nuestra residencia estudiantil de paso en Niña Bonita. En la inmensidad de esa plaza, vigilada desde su estatura por la efigie del Ché y por un Martí que parecía dispuesto a aplastarnos como a hormigas, conocimos a un trío de hermosos jóvenes cubanos, a los que fue imposible ignorar por jóvenes y por hermosos. Nosotras éramos dos bolivianas, mediterráneas, un tanto "ukurrunas"*, aunque con los ojos bien abiertos y con ganas de merendarnos el mundo, comenzando con la famosa plaza, los cubanos y Fidel si se ponía a tiro, por lo que no fue difícil que respondiéramos positivamente a sus intentos de acercamiento. Charlamos unos minutos sentados en la gradería hasta que uno de ellos nos invitó a cenar a su casa, que quedaba justo detrás del Palacio de la Revolución. Cuando llegamos allí, su madre, con un mal disimulado disgusto, nos dio de comer un arroz con frijoles y huevo frito. Luego, ellos nos invitaron a subir a la terraza con la promesa de que tendríamos un pantallazo de la espalda del Palacio. Y sí, era espectacular. Trajeron una grabadora y unas cervezas y allí mismitico nos pusimos a bailar las canciones de los Van Van hasta que se hizo de noche. Fue cuando nos contaron que eran pilotos de Mig. ¿De Mig? Pregunté, evidenciando mi profunda ignorancia. Sí, esos aviones soviéticos de guerra que son más rápidos que el sonido, me contestó el más guapo de todos. Y en ese momento supe que era necesario tener una dentadura perfecta y fue cuando concluí que yo nunca podría serlo, a no ser que me quitara uno a uno los dientes y muelas. Mientras seguía hablando, comprendí las razones por las cuales la madre casi nos muerde, nos sopapea y nos pone de patitas en la calle, puesto que tener un hijo en el ejército era un tema serio y, seguramente, nosotras para ella podríamos ser algo así como espías del imperio disfrazadas de "pobrecitas extranjeras", dispuestas a robarles los más recónditos secretos y hacerles perder la guerra contra el capital, Reagan o los marines. Desde aquí, gracias a esa madre por creer que éramos algo más que un simple par de estudiantes que sólo querían comer gratis.
A pesar de ella, fue una tarde tan agradable, tan inolvidable que cada que escucho "Súmate a mi actividad, muévete, muevete...", de los Van Van, es inevitable viajar a esa lejana tarde habanera en la que fui tan feliz. De más está decir que nunca volvimos a ver a los pilotos de Mig y tampoco que nunca vi un Mig. Solamente los escuché pasar por nuestras cabezas superando la barrera del sonido, cuando se hacían simulacros de invasión por parte de Estados Unidos. Fuera real o no esta amenaza, (ya saben, el miedo es una poderosa forma de control) que cavaran trincheras en los plenos jardines de la universidad y que se apagara por completo la ciudad para que pasaran estos pájaros alados, zumbando como los truenos de Ezequiel y haciendo explotar bombas de fogueo, le dio un sentido divertido a esos años universitarios, siempre consciente de que alguno de esos tres guapos muchachos cuidaba desde el aire. Daba para no pensar en otra cosa...
Sí, es que éramos, como diría Gabo, jóvenes, felices e indocumentados y la felicidad no era una letra de cambio. Sólo estaba.
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