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Adios a un ángel...

A lo que Einstein llamó la infinita estupidez humana debo el que el 30 de agosto de 2017 me abandonaran dos cachorros de gato en la colonia que alimento. Una de las empleadas de este centro deportivo, me puso al corriente nada más llegar: eran dos gatines y sólo supo describirme a uno, blanco con motas marrones. Dos días después, con mucho esfuerzo cogí al más pequeño, al que ella no había visto, el otro, había desaparecido y yo me temía que se hubiera ido en algún motor de coche ya que las noches empezaban a enfriarse después del duro y caluroso verano. A este chiquilín se lo endosé a mi vecina y le puso de nombre Pin Pón y es un animal sanote y hermoso.
Su hermanito había ido a buscar ayuda. Era más fuete y por eso mismo se desplazó dentro de la colonia hasta recalar en la parte de abajo, donde hay muchos gatos. Un par de meses después, hizo aparición y me lo comentaron: había un gatito blanco con manchitas marrones pululando entre los adultos. Me demoré mucho en verlo. No fue hasta el 3 de noviembre que pude verlo por primera vez. Era viernes y él salió corriendo. El martes, me hizo la croqueta y me di cuenta que nos estábamos acercando. El viernes, jugué con trampa, con una mano le hice monerías para que se distrajera y con la otra, por detrás del arbusto, conseguí cogerlo. Quien trabaja con gatos de la calle sabe que eso es imposible, coger así sin más a un animal es muy difícil. Yo lo conseguí. En cuanto lo levanté, esperaba que me destrozara las manos pero, lejos de siquiera intentar hacerlo, apoyó su cabecita en mi pecho y me di cuenta que sentía como si lo hubiera salvado.
Estaba muy enfermo de las vías altas y por eso empecé un tratamiento con un antibiótico que tengo siempre en casa para situaciones tales. El lunes, lo llevé al vete y él me dijo que si en siete días no se curaba, le cambiábamos a uno más fuerte. Eso hicimos. Salió adelante. Le pusimos nombre y yo me propuse buscarle adopción. Primero se llamó Lilo, luego Vincent y, más tarde, cuando mi gran amiga decidió que quería compartir su vida con él, le puso de nombre Teo (por el hermano de Van Gogh). Para mí, siempre fue y será Bebé.
Y así, empezó a disfrutar de su infancia. Era alegre y deshinbido, le hacía la vida a cuadritos al resto de la colonia familiar. Se pasaba todo el tiempo corriendo a lo largo del pasillo para aterrizar en el abdomen de los otros gatos. O jugaba con sus colas. Como toda persona que es consciente de que su vida será corta, la vivía intensamente.Tengo un vídeo grabado donde se lo ve trepando por el árbol de Navidad. Yo sabía que era difícil empresa mantnerlo incólume pero hace tiempo decidí que esta casa les pertenece a ellos, a mis felinos amigos, y que pueden hacer cuando les venga en gana si eso es disfrutar plenamente de la vida que comparten conmigo. Le dejé hacer.
Y volvió a enfermarmse. Mi amiga Laura, que de gatos sabe mucho, sospechaba, por la descripción que le hice de su barrigota, que padecía la temible PIF (Peritonitis infecciosa felina), mortal de necesidad. Y yo, aunque evidenciaba que ella tenía razón, me inventaba que no, que él salía adelante. Le pusimos nuevamente antibiótico, esta vez inyectable, y cuando le quedaban tres restantes tomé la decisión de llevarlo a casa de su adoptante. Iba en el coche la mar de tranquilo. De hecho, el amigo que me llevó, el entrañable Rubén, me dijo que ninguno de sus gatos había sido tan tranquilo durante un viaje. Pero pasó lo inesperado, nada más llegar a casa de mi amiga, se escondió detrás de algún mueble de la cocina. Lo estuvimos buscando y nada. Retorné con el corazón encogido: lo que se suponía que tenía que ser un trámite sin más, se había complicado. Y claro, se me quitó el sueño. Cuatro días duró su huelga de hambre. No salió del escondite ni para tomar agua. Decidí ir a buscarlo. Lo recogí debilucho, como un pedazo de trapo. En el coche iba muy tranquilo y, nada más llegar a casa, fue primero al baño, luego a comer lo que no había comido en cuatro días, a beber agua y lo siguiente fue tirarse encima de los gatos que estaban dormidos, como si dijera: agarraros, que aquí está nuevamente Teo. Nunca había escuchado que un gato fuera tan decidido. Me había escogido como madre y esta casa como SU casa. Estaba feliz at home.
Pasó los siguientes meses igualmente feliz, aunque volvió a resfriarse otro par de veces con su par de veces de antibiótico. Yo le comentaba al veterinario que tenía una gran panza y él me decía que eso parecía un virus muy potente, sin querer certificar lo que era para no preocuparme.
Como yo me temía lo peor, disfrutaba cada día de su presencia, aunque cuando estaba sola lloraba por él. Tenía la certeza de que vivía con un ángel y que por ello mismo su estancia conmigo sería muy breve.
He tenido muchos animales en mi vida pero confieso que nunca he conocido a una persona más agradecida que Bebé. Nada más hablarle, enseguida empezaba a ronronear. Creo que era consciente de que le había salvado la vida y que, de haberse quedado en la colonia, su muerte habría sido inminente y muy dolorosa, por eso respondía tan cariñosamente.
Hace tres semanas, entró un virus en casa. Los otros gatos lo pasaron con tres estornudos pero a Teo, Bebé, le atacó las vías altas de una manera nunca vista: tenia solidificado el moco y no podía respirar por la nariz, solo por la boca, lo que implicaba que beber o comer eran un imposible para él. Con mucho amor conseguí nuevamente superar esa enfermedad, pero su debilitado cuerpo sacó a la luz el virus con el que había llegado. No levantaba cabeza, comía poco y el lunes -de este largo puente maldito del primero de mayo- empezó a respirar con dificultad. Durante tres días y tres noches estuvo sufriendo y nosotras nos dedicamos a hacerle nebulizaciones y a darle vitaminas para ayudarle a combatir el virus y la anemia. El miércoles por la noche, él decidió dormir en el suelo frío de la cocina, yo, que había dormido apenas dos horas, lo levanté y lo puse en mi pecho, como un bebé pequeño, mientras escuchaba su esforazada respiración. No dormí contando las largas horas hasta llevarlo al veterinario, que llega a las 10:30. Cuando lo llevé, yo temblaba. Todavía tenía la esperanza de que con medicación adecuada saliera adelante, pero la radiografía fue demasiado explícita: el líquido pleural había llenado todo el abdomen, sólo le funcionaba un pulmón y a medias y hasta el corazón se había desplazado. Su muerte era inminente, sólo quedaba decidir si lo ayudábamos a morir o lo dejábamos padecer hasta que la naturaleza lo decidiera.
He vivido y visto lo suficiente como para saber que a veces somos demasiado fuertes los animales y que la muerte tiene que trabajar con ahínco para ganarnos y que la agonía puede ser larga y terrible por eso no tengo dudas respecto del tipo de muerte que deseo para los que amo y para mí incluida..
Fuimos por la tarde, mis hijas, mi amiga Mo y yo a acompañar a Bebé en sus últimos instantes. Lo rodeamos con todo el amor posible pero eso no fue suficiente como para que su muerte fuera digna, tal vez porque no hay muerte digna.
Lo enterramos en un campo verde, parafraseando al gran Roque Dalton, ...para que limpio sea tu reparto sobre la tierra, para poder besarte la piel en los caminos, trenzarte en cada río los cabellos dispersos... 
De verdad quiero creer que existe un cielo para los animales (más allá de mi casa, que es el cielo en la tierra para ellos) donde están mis perros Toby, Gil, Toppy, Nene, Balin, Bali,los cubanos Alfredo, Bartolo y Claudia, mis gatos Tomasina, Linda, Ariel, Arturo, Coné, mis cuys, el conejo Carlos, el gallo Sultán y el mirlo Bartolomeu, y que son cuidados por mi padre e Ilda, grandes amantes de los animales, mientras discuten sus asuntos anarquistas.
Quiero creerlo.
Y es que amar tiene muchos peajes y tal vez uno de los más caros sea esta terrible sensación de falta, de ausencia...
Mi amado...
Mi ángel...

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