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Envidia

Tenía un nombre múltiplo de tres, Lidia Loza Flores, y era mi compañera de clase en la primaria. No recuerdo su cara ni cómo era, sólo que tenía una cicatriz de cuatro centímetros en la almohadilla del dedo gordo de la mano izquierda. Pero eso no es lo importante de esta historia, nada de su físico lo es. Ella tenía aquel objeto del deseo que cada una de nosotras, hombres y mujeres, conservamos anclado en algún cajoncito de la memoria. Durante un tiempo indeterminado, esa niña de 7 años había ido coleccionando los papeles metálicos de diferentes chocolates. Los había desenvuelto con cuidado, evitando que se dañaran, los había planchado -probablemente con un lápiz- y los había ido metiendo uno a uno en su libro de tercero de primaria. Los había de colores lisos, dorados, plateados, rojos, verdes, azules; o con flores y figuritas. Pequeños, medianos o grandes, indultaba a todos los que pasaban por esas pequeñas manos.
No éramos amigas o no lo recuerdo, como tampoco recuerdo cómo es que supe que ella poseía esa joya de coleccionista. Hurgando en el pasado sólo soy consciente de su existencia y de cómo me provocó una profunda envidia nunca superada. Yo intenté hacer uno como el de ella, pero, para empezar, me faltaba paciencia. A lo largo de mi vida he demostrado que no puedo hacer ningún tipo de colección porque me aburre terriblemente y me he propuesto ver series para demostrarme a mí misma que puedo ser capaz de ser constante con algo. Por otro lado, era como si yo empezara a un kilómetro de distancia ya que ella probablemente llevaba toda su pequeña existencia consciente haciéndolo.
Era una auténtica maravilla, de esas "priceless", que no se compran ni con todo el oro del mundo. De esas cosas valiosas, únicas e inigualables. Yo estaba obsesionada y, por un tiempo indeterminado, no dejé de pensar en esos papelines. Incluso imaginé un plan para robárselo. Un día, me invitó a su casa. ¡Madredelamorhermoso! ¡Ya conocía dónde vivía y dónde guardaba su tesoro! Esas noches agónicas en las que diseñaba el robo perfecto, en las que pensaba cómo atravesar las diferentes estancias para llegar donde ella dormía y, subprepticiamente, sin que nadie, ni siquiera sus padres, se diera cuenta de que me había afanado el libro, me dormía al constatar que era imposible que con esa edad yo fuera capaz de escapar siquiera de casa de madrugada. 
También pergeñé la posibilidad de darle el cambiazo con el mío, desplazar todos los "oritos", como les solíamos llamar, a mi libro y al día siguiente, volver a poner su libro en su bulto (no había mochilas, así se llamaba la maletita que cargábamos en la espalda). Yo era niña pero no tonta. Sabía que era imposible que ella no se diera cuenta de que el libro no era suyo. El de ella estaba nuevo como una pátena mientras el mío, herencia de mis tres hermanas mayores, estaba lleno de "orejitas" y manchones.
La historia acabó en nada, si nada es que nunca pude olvidar su nombre -el de ella y el de otra niña son los únicos que recuerdo-, ni ese hermoso y anhelado tesoro.
Durante toda mi vida adulta he ido introduciendo en mis libros, con primor, eso que la mayoría envía al contenedor amarillo. Yo les separo el papel, luego con la uña o un lápiz los voy aplanando con cuidado y los acomodo dentro de las hojas, con la esperanza de que al volver el tiempo me provoque una sonrisa infantil reencontrarme con ellos.
Lidia Loza Flores, la niña más envidiada de la escuela. Espero, realmente, que esas cualidades que la hicieron centro de mis noches, le hayan servido en su vida diaria. Que su constancia se refleje en éxitos en su trabajo. Que su paciencia le haya dado buenos resultados en sus relaciones familiares. Quiero creer que trabaja en la NASA y que es responsable de que todo salga bien, o en Hollywood, revisando que todos los objetos están en su sitio para la próxima toma. O como organizadora de bodas, controlando que no falta nada, ni siquiera una flor. O en una biblioteca, memorizando uno a uno los tomos de los anaqueles y los nombres de los usuarios.
 Quiero imaginarla así, porque se lo merece.

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