El día en que Arturo, nuestro gato cordobés, puso pies en polvorosa y se fugó de casa, entró Negrito en nuestras vidas. De eso hace casi 17 años. Víctima de un chantaje de mi pequeña hija, tuve que aceptar adoptar al pequeño gatito, que había nacido en la que años más tarde sería mi colonia y razón de muchos sufrimientos. Pero, cuando empezó esta historia, yo estaba inmune a los padecimientos de los gatitos que vivían allí.
Me explico. A la salida del cole, solíamos ir con mis hijas, sus compañeros de escuela y sus madres, a este centro deportivo. Un gatito negro negrito era el juguete preferido de los infantes que recalaban allí. Mi hija pequeña, que ya entonces apuntaba maneras y que lo pasaba muy mal al ver el maltrato al que era sometido este peludete y que lo cuidaba como una mamá osa -una vez le soltó un guantazo a un niño llamado Carletes porque el muy bendito le había tirado piedras-, me pidió que lo adoptáramos y yo le dije que con tres gatos en casa ya teníamos una multitud, que nones.
No se olvidó la criatura del comentario y cuando vio que la demografía gatuna había bajado a dos por el escape de Arturo, vino tan oronda a decirme que ahora sí podríamos adoptar al pequeñajo. Yo, que no lo había visto alrededor, confiaba en que hubiera desaparecido por cualquier causa y le dije que sí, que si lo encontraba, nos lo llevábamos a casa. Creo que conocía poco a mi hija -que apenas tenía 4 años- puesto que ella removió todo el lugar hasta dar con el gatito: lo habían metido en una caja junto a otros recién nacidos con el objeto de hacerlos desaparecer. Sí, en ese entonces las camadas desaparecían misteriosamente. Es decir, por apenas un día lo salvamos de una muerte segura.
Lo trajimos esa misma tarde. Una promesa es una promesa. Y le pusimos el creativo nombre de Negrito (ja!). Cuando lo llevamos al veterinario, uno de los que trabajaba allí comentó que era muy pequeño y que no sobreviviría al destete. Me hubiera gustado volverlo a ver para demostrarle que el amor de una nena puede más que cualquier cosa.
Y tanto. Mi hija todavía tomaba el bibe y yo le pregunté si le apetecía compartirlo con el gatito, yo le cambiaría la tetina y le daría leche específica para el animal. Ella dijo que sí -a esas alturas estaba dispuesta a todo con tal de tenerlo a su lado-. Y así se hicieron hermanos de bibi.
Cuando creció se volvió el gato intelectual. Acompañó a la mayor de mis hijas en todos sus exámenes, desde el paso del cole al instituto, hasta el bachillerato y la selectividad, y luego la universidad. Él se sentaba a su lado y ella le recitaba las lecciones. Un gato paciente. Cuando mi hija se descuidaba un poco, Negrito tiraba uno de sus peluches, un oso rojo llamado Smith, y lo sacaba hasta el pasillo y empezaba a maullar. Algo que luego lo trasladó a los calcetines. Le gustaba llamar la atención.
Mi hija se marchó a estudiar al extranjero y luego a trabajar y Negrito se fue deteriorando, producto de la edad y también de extrañarla mucho. Hace más de un año dejó de acicalarse y nosotros empezamos a peinarlo, aunque se enfadaba mucho cuando yo lo peinaba. Le dolía la piel. Paralelamente fue bajando de peso de forma considerable y yo imaginaba que el desenlace podría ocurrir en cualquier momento.
Antes de que mi hija se marchara, maullaba cada vez más fuerte, como si le doliera algo. Metidos como estábamos en nuestros propios problemas, no nos dimos cuenta cuándo dejó de tirar los calcetines o a Smith para llamar la atención. Tal vez porque sentíamos alivio de que no lo hiciera, lo cual duele más.
El 29 de diciembre yo percibí que su respiración sonaba demasiado y así lo hice notar a los demás. Mi hija pequeña había venido de vacaciones y cuando yo les decía, este gato está muy mal, me pedía que no me adelantara, que debía esperar. Con nuestro veterinario hicimos todo lo posible por sacarlo adelante, incluso estuvo ingresado una tarde completa, con la esperanza de que pudiera remontar.
Pero nada. Un miércoles dejó de comer y fuimos conscientes de que el final estaba cerca. Se nos fue apagando como una velita y, como no hay decisión más difícil de tomar que ésta, esperamos hasta el jueves 24, una semana después, para ayudarlo a morir.
Como siempre que acompañamos a nuestros amigos en este camino, me senté con él en mis faldas, acariciándolo y haciéndole saber que lo amábamos. Y así se le fue el último soplo de vida, mirando a los ojos a quién tanto lo amó, como representante de toda la familia, esa familia que nunca podrá olvidarlo.
Lo enterramos al lado de mi otro amor, de Bebé. Les llevo plantitas con flores, que cuido con esmero. Para que limpio sea su reparto sobre la tierra, para que alimenten la faz de los caminos y los bese con los pies cuando los recorra descalza...
Me explico. A la salida del cole, solíamos ir con mis hijas, sus compañeros de escuela y sus madres, a este centro deportivo. Un gatito negro negrito era el juguete preferido de los infantes que recalaban allí. Mi hija pequeña, que ya entonces apuntaba maneras y que lo pasaba muy mal al ver el maltrato al que era sometido este peludete y que lo cuidaba como una mamá osa -una vez le soltó un guantazo a un niño llamado Carletes porque el muy bendito le había tirado piedras-, me pidió que lo adoptáramos y yo le dije que con tres gatos en casa ya teníamos una multitud, que nones.
No se olvidó la criatura del comentario y cuando vio que la demografía gatuna había bajado a dos por el escape de Arturo, vino tan oronda a decirme que ahora sí podríamos adoptar al pequeñajo. Yo, que no lo había visto alrededor, confiaba en que hubiera desaparecido por cualquier causa y le dije que sí, que si lo encontraba, nos lo llevábamos a casa. Creo que conocía poco a mi hija -que apenas tenía 4 años- puesto que ella removió todo el lugar hasta dar con el gatito: lo habían metido en una caja junto a otros recién nacidos con el objeto de hacerlos desaparecer. Sí, en ese entonces las camadas desaparecían misteriosamente. Es decir, por apenas un día lo salvamos de una muerte segura.
Lo trajimos esa misma tarde. Una promesa es una promesa. Y le pusimos el creativo nombre de Negrito (ja!). Cuando lo llevamos al veterinario, uno de los que trabajaba allí comentó que era muy pequeño y que no sobreviviría al destete. Me hubiera gustado volverlo a ver para demostrarle que el amor de una nena puede más que cualquier cosa.
Y tanto. Mi hija todavía tomaba el bibe y yo le pregunté si le apetecía compartirlo con el gatito, yo le cambiaría la tetina y le daría leche específica para el animal. Ella dijo que sí -a esas alturas estaba dispuesta a todo con tal de tenerlo a su lado-. Y así se hicieron hermanos de bibi.
Cuando creció se volvió el gato intelectual. Acompañó a la mayor de mis hijas en todos sus exámenes, desde el paso del cole al instituto, hasta el bachillerato y la selectividad, y luego la universidad. Él se sentaba a su lado y ella le recitaba las lecciones. Un gato paciente. Cuando mi hija se descuidaba un poco, Negrito tiraba uno de sus peluches, un oso rojo llamado Smith, y lo sacaba hasta el pasillo y empezaba a maullar. Algo que luego lo trasladó a los calcetines. Le gustaba llamar la atención.
Mi hija se marchó a estudiar al extranjero y luego a trabajar y Negrito se fue deteriorando, producto de la edad y también de extrañarla mucho. Hace más de un año dejó de acicalarse y nosotros empezamos a peinarlo, aunque se enfadaba mucho cuando yo lo peinaba. Le dolía la piel. Paralelamente fue bajando de peso de forma considerable y yo imaginaba que el desenlace podría ocurrir en cualquier momento.
Antes de que mi hija se marchara, maullaba cada vez más fuerte, como si le doliera algo. Metidos como estábamos en nuestros propios problemas, no nos dimos cuenta cuándo dejó de tirar los calcetines o a Smith para llamar la atención. Tal vez porque sentíamos alivio de que no lo hiciera, lo cual duele más.
El 29 de diciembre yo percibí que su respiración sonaba demasiado y así lo hice notar a los demás. Mi hija pequeña había venido de vacaciones y cuando yo les decía, este gato está muy mal, me pedía que no me adelantara, que debía esperar. Con nuestro veterinario hicimos todo lo posible por sacarlo adelante, incluso estuvo ingresado una tarde completa, con la esperanza de que pudiera remontar.
Pero nada. Un miércoles dejó de comer y fuimos conscientes de que el final estaba cerca. Se nos fue apagando como una velita y, como no hay decisión más difícil de tomar que ésta, esperamos hasta el jueves 24, una semana después, para ayudarlo a morir.
Como siempre que acompañamos a nuestros amigos en este camino, me senté con él en mis faldas, acariciándolo y haciéndole saber que lo amábamos. Y así se le fue el último soplo de vida, mirando a los ojos a quién tanto lo amó, como representante de toda la familia, esa familia que nunca podrá olvidarlo.
Lo enterramos al lado de mi otro amor, de Bebé. Les llevo plantitas con flores, que cuido con esmero. Para que limpio sea su reparto sobre la tierra, para que alimenten la faz de los caminos y los bese con los pies cuando los recorra descalza...
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