Me resulta complicado definir el momento exacto en el que conocí a María. Sí se que fue a la vuelta de mi viaje a Bolivia.
Antes de viajar para trabajar en la selva, yo alimentaba a una colonia que estaba, en el argot gatero, "descontrolada". Eran más de 30 gatos que se reproducían en progresión geométrica cada tres meses. Cuando volví, hete aquí que la colonia había pasado al estatus de "controlada" gracias a la acción de una mujer llamada María. Para conocer a las mujeres que trabajan en esto hay que estar dentro de este mundillo, secreto y, muchas veces, por necesidad, clandestino. Son esas mujeres que llueva, truene, nieve, con confinamiento o 40 grados de temperatura, van con sus carritos de compra llenos de pienso, latas, platos reciclados de plástico, agua y mucho entusiasmo por reencontrar y hablar con los nenes de la calle.
Una vez, de las tantas que ayudé a María, hablando de estas mujeres, me dijo: las mujeres de este mundillo son raras. Yo me reí y le dije: y tanto, míranos a nosotras ahora, mientras le gente duerme su siesta, nosotras estamos intentando atrapar un par de gatitos. Me miró y me dijo: verdad, ¿no?
Pues no, no puedo precisar el momento exacto en el que conocí a María. Cuando hago memoria, la imagen que aparece siempre es de ella cuidando, siendo guardiana, en una eterna vigilia de sus gatos, los de las cocheras de metro o los que están frente al teatro. Coincidió con su enfermedad el que derribaran los edificios de estos dos sitios. Ella era tan poco dada al victimismo, que estaba con los gatos ya sea después de operaciones (le hicieron muchas que la fueron mutilando poco a poco), o de las múltiples quimios que la fueron carcomiendo y dejando en los puros huesos. Pero ahí estaba ella siempre ella, vigilante, que no le mataran a sus chiquillos.
Una vez me porté muy mal con ella a cuenta de una caseta. Ese día sentí que había matado a un pajarito. Me reivindiqué poco después llevando a hombro la misma caseta donde ella quería. Casi me da un infarto porque pesaba muchísimo. Pero la felicidad que le provoqué ese día a mi amiga, valía todos los dolores y moratones con los que me levanté al día siguiente.
Otra vez la ayudé a rescatar a unos gatitos de manos de una estúpida que los tenía medio secuestrados, en otra ocasión, me llamó para que la relevara en su labor de vigía. Siempre que podía, la ayudaba, porque sabía de su altísima empatía con el sufrimiento animal.
Hace unos días, hablamos. Ella salía de una quimio y yo de una cirugía. Quedamos en vernos después de mi examen. Luego me llamó porque había un cachorrote que ella quería rescatar. Ya estaba en el hospital. Había entrado porque se le acumulaba mucho un líquido y tenían que drenárselo. Parecía un asunto de trámite y que luego volvería a la calle, a sus gatos amados. Yo le escribía cada día para saber cómo estaba. La última vez que me contestó fue el 20 de diciembre. Y la última vez que leyó lo que le escribí fue el 22. Luego se hizo el silencio. Ya estaba en paliativos. Cuando Silvia, la otra gatera magnífica, me lo dijo, yo pensé que era el final.
Ayer, a las 8 de la tarde, mi querida María, cerró los ojos para siempre. La echarán de menos sus torres de vigía, la gente que la ayudaba, sus tantos gatos, sus amigas... yo. Esta guardiana entre el centeno, que en vez de niños, empatizaba con la dura vida de los gatos ferales, ya no está.
Era una persona muy singular, me temo que irremplazable. Única. De ese tipo que desearíamos que fuera inmortal porque es necesaria, indispensable, porque nos hace creer que el ser humano puede ser bueno y nos recupera la fe en la humanidad.
María, mi María, espero que haya un cielo de los gatos donde te reencuentres con Tuni, Teresito y todos los que se marcharon antes que tú. Estarán celebrando porque ya tienen un ángel de la guarda, dulce compañía... A nosotros nos queda llorarte.
PD: No tengo ninguna foto de ella. Me suele pasar. De mucha gente que amo, no tengo ni siquiera un simple imagen.
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