En los ochenta, Liv Ullman aceptó actuar en la película argentina "La amiga". Una película durísima que hablaba de los desaparecidos. En un momento dado, su amiga Raquel (Cipe Likovsky) cuyo hijo había desaparecido, le dice a María (Ullman) que peor que tener un hijo muerto, era tener a un hijo desaparecido, porque al menos al primero sabías dónde llevarle flores. Personalmente, no puedo comparar ambos extremos porque sólo he experimentado la muerte de un sobrino. Cuando hablo con mi hermana puedo percibir que esta ausencia le sigue lacerando el alma desde el minuto uno de esta pérdida y que su reloj se paró aquel lejano día de junio de 2015. Tampoco he vivido por mucho tiempo la desaparición de una hija, aunque sí he sabido lo que es no tener ningún dato de ella durante algunos días y lo que es dejar correr la imaginación de todo lo que puede estarle pasando. La mente, en esa libertad incontrolada, te lleva a recorrer los mayores infiernos, aunque seas consciente de que el 91,4 % de las veces, las cosas que piensas nunca ocurrirán. Y es que, cuando se trata de los hijos, la razón duerme el sueño profundo, dejando el control de tu vida en brazos del miedo.
Lo que sí he sufrido ha sido la pérdida de dos gatos amados. El primero, se llamaba Arturo. Un día decidió marcharse porque yo me había enfadado con él y le había dicho cosas durísimas. Había sido abandonado en una calle de Córdoba y nosotros lo habíamos traído a nuestra casa en Madrid. Muy digno él (no por ser callejero, sería menos), no aguantó el rapapolvo y, en cuanto pudo, se escurrió sin que me diera cuenta y volvió a la intemperie. Como yo me sentía muy culpable, estuve buscándolo durante días debajo de todos los coches de la zona. Caminaba agachada sin importarme lo que pensara la gente. No perdía la esperanza de encontrarlo, pedirle perdón y darle la vida que se merecía. Un mes después, me había equivocado de autobús y tuve que cruzar una colonia cerrada de viviendas cercana y hete que ahí estaba Arturo, morfándose una lata de comida, cerca del garito del guardia. Lo vi feliz, así que la primera intención fue dejarlo libre. Pero, enseguida pensé en la alegría que le daría a mis hijas si volvía con él en brazos. Mi idea era que lo vieran y luego volver a soltarlo. Era obvio que al reencontrarlo, no dejarían que volviera a su vida errante. Hicieron bien porque, unos meses después, envenenaron a todos los gatos del recinto y Arturo hubiera corrido la misma suerte, dejándome con, una vez más, con una inenarrable sensación de culpabilidad.
El segundo, se llamaba Coné. Era un felino al que habían abandonado en la colonia de la cual era alimentadora, un centro deportivo del Canal de Isabel II. Me adoraba. Cuando iba a darle de comer a sus congéneres (entonces, había muchos), se apegaba a mí como un perrito callejero amoldado a la mano que le acaricia. Tal como Arturo, tenía doble personalidad: una cuando estaba seguro en mis brazos y otra, más alerta y nerviosa, cuando estaba suelto al arbitrio de la sociedad. Quería tener una casa, era más que evidente. Todo el tiempo hacía puntos para que lo recogiera. Pero también era muy agresivo cuando se asustaba. Nos había mordido a todas y mi temor era que mordiera a cualquier niño, porque además lo hacía a traición, tal vez porque un ruido le hacía temer por su vida. Esa era una de las razones por las que yo no quería darlo en adopción, me temía que agrediera al adoptante y volviera con sus huesos a la calle, en el mejor de los casos, o que fuera sacrificado por un intransigente. La otra razón era que también lo veía feliz siendo libre. Trepaba felinamente los árboles para cazar pajaritos, corría y recorría la zona. Tenía espacio para las caminatas nocturnas y nosotras le asegurábamos el refugio y la comida. Todo parecía perfecto.
El 14 de febrero de 2017, todo cambió. Me tocaba ir a dar de comer a los gatunosy, nada más llegar, Coné no estaba. Lo busqué como desquiciada, imaginando lo peor. Llamé a mis amigos para que me ayudara; a mi hija, que se metió en los sitios más insospechados. Nada, se había esfumado. Pregunté a los trabajadores del lugar y nadie me dio ninguna pista. Alguna gente me decía que una mujer había estado viniendo días antes y que tal vez se lo habría llevado, pero nunca ubiqué a esa mujer. Los días fueron pasando y la esperanza de volverlo a ver se fue diluyendo como azucarillo en el mar. Los días se convirtieron en meses, los meses en años. Y yo recordaba aquello de los desaparecidos y lo malo que es no cerrar las heridas. Finalmente, a mis gatos muertos los he llorado a consciencia, pero sé que ya no sufren más. Coné seguiría siendo un castigo que empezaba siempre con el infaltable "debería". Podría estar muerto o adoptado. Las preguntas de si sufriría antes de morir o si estaba enfermo y no cuidado, se agolpaban en mi cerebro. Y una lágrima era el homenaje con el que lo recordaba cuando su memoria atravesaba todos los muros que yo le ponía para evitar el dolor.
Hace unas tres semanas, acompañé a mi amiga Lola a darles de comer a los animales supervivientes de la colonia (ya son muy pocos). Yo volvía después de mucho tiempo. No sé cómo la charla derivó en los gatos que ella había adoptado de nuestra querida amiga Lucía, que está ahora en una residencia, con la memoria anclada en un puerto lejano e imaginario. Me dijo que los dos eran tan negros como diferentes. No puedo precisar el momento en el que la charla derivó en ese mi gato amado, perdido hacía seis años. Y le pido que me enseñe una foto del de Lucía y le digo que tiene un aire a Coné. Empezamos atar cabos y la verdad es que las cuentas nos salían. Lucía era de las que rescataba a los animales que veía amables y que podían vivir en una casa. ¿Podía haber sido ella la que viera que Coné era tan amigable y se lo llevara a su casa, a vivir con ella?. ¿Era Lucía la mujer de la que hablaba alguna gente? Cuadraba, pero ya era tarde para preguntarle.
Esa noche, Lola me dice que cuando le había llamado Coné, éste se había ido con ella como un perrito faldero. Habíamos quedado en que al día siguiente yo iría con las fotos que tenía de él. Pero, claro, la mente, ese enemigo silencioso que nos habita, me impedía dormir a pesar de los dos orfidales que me había tomado. Todo era posible. El derecho a soñar es inalienable y alguna vez, alguna vez, nos merecemos que las cosas nos salgan bien.
Fui a casa de Lola en modo desesperado. Hasta había perdido el hambre por la emoción. Sí, podría haber sido Lucía la que se lo llevara, lo protegiera de la agresión humana, de los fríos inviernos, de los crudos veranos, de los coches, de la maldad, del abandono, de la falta de amor. Ese podría ser mi Coné, viviendo ahora en un paraíso. La suerte tenía que habernos tocado, al fin. El animal vino a mí, súper mimoso, atendía al nombre, pero las madres reconocemos a nuestros hijos y ese, aunque maravilloso, hermoso, cariñoso, no era mi Coné. Fin del sueño, fin de la esperanza. No quise mentirme, aunque podría haberlo hecho y cerrar ese círculo, pero no. Y con ese gato negro en brazos lloré pensando en que todavía está por ahí, si es que ha sobrevivido.
Y he vuelto a la casilla cero, a esa en la que nos encontramos todos los que hemos perdido a alguien amado y no sabemos dónde depositarle flores.Tal vez mi Coné y todos los animales perdidos tienen su propio país del Nunca Jamás donde juegan a driblear a su capitán Garfio, después de borrar de su memoria a los que los hemos amado y no podemos olvidarlos.
Mi Coné...
Comentarios