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Las cartas de Julius

                        

Hace mucho tiempo he llegado a la conclusión de que nada se repite en mi vida, que varias de las cosas que me ocurren y han ocurrido fueron, son y serán únicas, excepcionales, solitarias. Las veces que he pensado esto es el comienzo, se mantendrá en el tiempo, y seré o tendré tal o cual cosa, me he estrellado con la realidad de que la puerta se abrió una sola vez y que no volverá a pasar.

En ese inventario de cosas insólitas están las cartas de Julius. Y si algún día imaginé -porque imaginar es gratis- que recibiría más cartas de este tipo, de diferentes personas, a lo largo de mi vida, quedó en eso, en una ensoñación sin sentido, porque ahí permanecen estas hojas de papel como testigos de que si nadie se baña dos veces en el mismo río, la vida tiene parcelas en las que algunas maravillas suceden una sola vez.

Julius y yo nos habíamos conocido en un evento internacional en La Habana, él como representante de su país, Uruguay, y yo, del mío. Aunque esa representación tendría tintes de impostura ya que me había colado en el último momento en la nave de Cubana de Aviación que llevaba a los legítimos representantes. Pero, como he comprobado a lo largo de mi vida, respetar las normas no lleva a ningún sitio que no sea el aburrimiento y la permanencia, y esta osadía de polizonte al mejor estilo, me permitiría no sólo experimentar los privilegios de ser una delegada en un evento internacional en Cuba,  para disgusto de alguna militante comunista, de la cual todavía conservo el nombre, sino también haber conocido a un jovencísimo poeta llamado Julio Scavino, que tiempo después me concedería el honor de convertirme en su musa.

Habíamos compartido un nanotiempo, breve pero, al parecer, muy intenso, porque nos quedaron las ganas de mantener esa amistad a pesar de la distancia. Meses después de separarnos, recibí una carta muy formal, de punto de encuentro, pero acompañada por dos fotos mías con Fidel Castro. Vaya si hizo una entrada peculiar en mi vida. 

En tiempos en que no había ninguna red social y mucho menos la comunicación inmediata que hay ahora, el contacto con tus amigos y familiares era por carta. Lo primero que hacía yo era elegir, entre todas las direcciones que tenía en mi agenda, a quién le tocaría recibir una misiva mía. Entre estos contactos, apareció años después Julio Scavino y yo le escribí con la esperanza de que en un par de meses, aproximadamente, recibiera su respuesta. Testigo de que yo actuaba de manera vívida a través de la palabra es que una vez recibí once cartas. No sabía por dónde empezar así que las abrí y fui leyendo una y la otra, todas a la vez. 

Entre esa maraña de sobres, un día llegó la de Julio. Era más profusa y con más carne que las otras. No sé qué le respondería, sumida en la nostalgia y la soledad de vivir en una residencia estudiantil con mil personas que tenían su propia dinámica y que al final te ignoraban. De todos es sabido que las saudades son momentos aptos para escribir. Esa epístola mía fue el disparo al aire que espoleó la creatividad de mi lejano amigo y, así, un día recibí una de las más bellas e inolvidables cartas. Parecía hecha por un alfarero etrusco, diseñada de antemano y elaborada al detalle. En el cuerpo central contaba su vida y en los extremos en cuadros pintados con acuarela, añadía poemas, canciones u oraciones que anhelaba resaltar. Era/es una joya y así la guardo. Muchas veces me gusta volver a ella para conjugar la belleza.

Después vinieron otras. Yo a veces lo llamaba y hablábamos. Una vez, sin calcular las diferencias horarias, lo hice a las 2 de la mañana, hora de Uruguay, y le dije sorprendida: Pero ¿estás durmiendo? Y él, en tono de broma, me contestó: No, qué va, estaba esperando tu llamada.

En medio de esa vorágine de palabras, un día me envió el poema Llegás así... con el cual me convertí en su musa para siempre. 

                               Poema de Julio Scavino

Como todo en la vida, lo que tiene un comienzo, también tiene un final y las cartas menguaron solas. Cada uno tenía que seguir adelante con su vida y dejamos de escribirnos. La realidad se impuso. 

Aún así, a Julio le debo conocer a Laura Canoura, el anhelo de ir a Montevideo, haber visitado el viejo Sorocabana, y el privilegio de ser su musa y amiga...  

Hasta hoy.


 

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